lunes, 27 de marzo de 2023

CONCLUSIÓN

 CONCLUSIÓN


Llegamos al final de la primera parte de esta historia.


Tenéis ya una idea general del San Sebastián de la Edad Media -esa época de la humanidad siempre oscura- y cuyo conocimiento es dificultoso por su misma antigüedad y por falta de documentos.


Pero os puede quedar una visión de conjunto atractiva y colorista, con sus aventuras marineras, su actividad naviera y sus hazañas militares.


El día de mañana podréis desarrollar, de mayores, estas líneas generales con nuevos estudios.


Pero la base, la orientación, la tenéis ya recibida.


Familiarizados, pues, con los orígenes donostiarras, con las relaciones entre la Villa y los reyes, con los documentos y privilegios que la fundaron, repoblaron y desarrollaron y con los núcleos de población que la formaban, en esta segunda parte vamos a ver cómo se vivía en San Sebastián por los años de 1700 a 1800, y cómo era la Villa.


El próximo capítulo alcanzará los dos sitios más crueles padecidos por San Sebastián: el del Duque de Berwick y el del ejército aliado durante la guerra de la Independencia, y terminará con la gesta de Zubieta y la reconstrucción de la población.


Todo ello basado en documentos que ofrecen las mejores garantías de veracidad.


Conque... vamos a imaginar que, de la mano, entramos por cualquiera de las puertas de la muralla y atravesamos una de sus calles. ¿Os gusta que penetremos, sin miedo, por la del Muelle? ¿Qué veremos, a quiénes veremos?


21.- INCENDIOS, PESTES Y SITIOS

 21.-INCENDIOS, PESTES Y SITIOS


San Sebastián ha sufrido repetidamente el daño del fuego.


Las causas de estos desastres -muy corrientes en la parte histórica en que nos encontramos- fueron lo apretado de las casas, casi todas de madera; la existencia de muchísimos comercios con géneros propicios a las llamas y la abundancia de talleres de horno.


El primer incendio se produjo en 1266. Causó grandes daños.


El segundo ocurrió en 1278. Se quemó totalmente la población, y se inició en una casa llamada de Ichaspe, en la tripería, propagándose desde allí al resto de la Villa.


En 1338, 1361 y 1397 otros incendios abrasaron San Sebastián, lo que de nuevo ocurre en 1433 y 1489, éste más grave, pues la población quedó reducida a un montón de escombros, por descuido de una mujer en la casa de un tal Juan de Aguirre.


Fue entonces cuando Don Fernando el Católico autorizó e incluso recomendó -la construcción de casas de piedra, y consintió además que hasta la reconstrucción se levantasen provisionalmente edificaciones en los arenales.


Los incendios se repitieron en 1512, con la invasión francesa del Duque de Borbón, cuando los donostiarras quemaron 166 casas de los arrabales; en 1524 -fuego que disipó una epidemia originada en los heridos de la expedición de Bearne que estaban atendidos en el hospital-; en 1630 -duró seis días y ayudaron a apagarlo vecinos de Oyarzun, Hernani, Pasajes e Irún porque los donostiarras no tenían fuerzas para más- y en 1738, que fue voracísimo.


Cerrará esta lista el de 1813, del que ya hablaremos.


El coche de los bomberos, sembrando la alarma en nuestras calles con sus luces intermitentes, su sirena y su color rojo, puede recordarnos el San Sebastián medieval, tantas veces destruido por las llamas.


Y junto a la calamidad del fuego, la de la peste, tampoco desconocida para desgracia de aquellos donostiarras.


La más grave fue la de 1597. Tan general que estuvo a punto de perecer toda la Villa de no haber llegado a tiempo la ayuda de Pamplona y de Salvatierra, además de la del mismo rey Felipe II.


Tampoco fueron extrañas las repetidas explosiones ocurridas en los fortines del Castillo, cuya consecuencia era la caída de piedras y rocas sobre techos y calles.


Mención merece, dentro de este párrafo, el sitio de 1476. Lo puso a la Villa Amán de Labrit con un ejército de 40.000 infantes. Había quemado el enemigo Rentería, pero no logró apoderarse de San Sebastián, por sus formidables murallas y más aún por el coraje inesperado de los donostiarras.


Sitio que se repite en 1512 cuando con redoblado furor la rodean 15.000 hombres y 400 caballos a las órdenes del Duque de Borbón. Entre los sitiadores estaba el futuro rey Francisco I de Francia, hecho preso años después en Pavía por don Juan de Urbieta (hazaña que bien le ha valido ser perpetuado su nombre en una gran calle donostiarra). En San Sebastián habría de pasar Francisco I el final de su cautiverio, en las casas de Idiáquez, y de aquí se volvió a su patria decidido a no cumplir ninguna de sus promesas, por aquello de no haberlas hecho en libertad.


No consiguió tampoco el Duque de Borbón vencer la defensa de la Ciudad, dirigida por el nieto del Rey Católico. El ejército invasor había quemado ya Irún, Oyarzun, Rentería y Hernani, y desde el Oriamendi fue bajando hasta las murallas. ¿Imagináis los infantes de guerreras de colores acudiendo por las colinas y cruzar las marismas? Ha cambiado mucho la técnica de la guerra, como algunos la llaman: antes los soldados vestían trajes llamativos y a nadie se le ocurría disimular: había que asustar al contrario por el número y los movimientos. Hoy es todo lo contrario: los soldados se ocultan y se disimulan con uniformes del color de la tierra.


En la parte de los arrabales, en las marismas, había 166 dasas que los donostiarras incendiaron -según sabéis- para que no fueran aprovechadas por los franceses.


Pero todo el ímpetu francés se desmoronó delante de la muralla como un castillo hecho sobre arena cuando la humedece el mar. Nada consiguió el invasor. Dos días después levantaba el cerco..., y los sitiados vieron desaparecer los soldados y las banderas extranjeras detrás de Ulía.


20.- EXPANSIÓN VASCA

 20.-EXPANSION VASCA


Hemos visto cómo se pescaban las ballenas en chalupas cuando los atalayeros las descubrían cerca de la costa.


Más tarde, los donostiarras, con pinazas y barcos veleros, se lanzaban por los mares en persecución de los mamíferos cuando ya se aproximaban menos al litoral.


Y en un alarde de valentía y tesón, propios de la raza, llegaron en tiempos muy antiguos hasta Terranova, donde existen tumbas con laudas sepulcrales, algunas de ellas escritas en vascuence.


El esfuerzo y riesgo que exigían aquellas aventuras eran extraordinarios.


En primer lugar hacían falta barcos. Y los prepararon. Con hornos en cubierta para hacer allí las operaciones que hemos visto ejecutar en los puertos. Llevaban también barricas estibadas en las bodegas, donde, descuartizada la ballena, preparaban el aceite.


Iban provistos de cablotes, velas, jarcias y anclas, cuántas de ellas fabricadas en el Urumea, y de alimentos necesarios para un viaje tan largo: pan, carne, vino y sidra, galletas y habas.


No eran pocos los peligros que amenazaban a los pescadores: temporales, galernas, falta de viento con espantosas quietudes de días y semanas. Fiebres y escorbuto con hinchazón dolorosa y pus en las encías. Y el angustioso bloqueo del navío ballenero por los hielos, entre los que quedaba aprisionado como en una tela de araña.


19.- LOS BALLENEROS. VALOR Y PELIGRO.

 19.-LOS BALLENEROS. VALOR Y PELIGRO


Dijimos al principio que San Sebastián, como el resto del pueblo vasco, ha sentido por el mar una inclinación profunda, apasionada, y que ha hecho de él, además de ocasión de triunfos y de honores, medio de sustento y de trabajo.


Y preguntaréis cómo.


Sobre todo en aquella época, con la pesca de la ballena. Y con una pesca emocionante.


La ballena es un mamífero especializado para la vida en el agua (por eso tiene forma de pez), y alcanza con frecuencia grandes dimensiones (15 a 20 metros de largo). Valen mucho como fuente de aceite, que es lo que precisamente buscaban los pescadores donostiarras de aquellos siglos XIV y XV.


Todo empezaba con una señal: campana o humo. Lo más corriente esto último. La hoguera la encendía desde su escondite un hombre, el atalayero, encargado de avisar la presencia de la ballena, que se delataba por el ruido que hacía y el chorro que expulsaba.


Desde el puerto distinguían a escape la señal, la fogata, del «talajeru»>. Todos los puertos tenían su atalayero. Todavía entre Orio y Zarauz hay un monte que se llama «Talay mendi», o «monte atalaya». Y en nuestro Ulía la «Peña del ballenero», lugar que, ilustrado con una lápida y favorecido por unas escaleras, existe desde antes de 1611.


Visto el humo u oída la campana, el puerto era un hervidero de voces, gritos, órdenes y despedidas.


Hacía falta salir pronto, porque siempre existía el peligro de que otros puertos se adelantaran en la captura y el beneficio de la pesca se perdiera, ya que la ballena pertenecía al que la cogía.


Era entonces de ver hombres y mujeres y aún niños corriendo a por las botas, las maromas y las sogas, llevando unos remos, arpones y sangraderas, otros cuerdas y cuchillos. Los pescadores saltaban de cubierta a las pinazas, y soltaban amarras, llamándose unos a otros con febril apasionamiento.


Ya están todos al fin sobre las chalupas. Y a golpe de remo, con suave crujido de estrobos, allá desaparecen por la bocana del puerto cuando el atardecer se va haciendo noche.


Comienza entonces la lucha. Se acercan despacio al cetáceu, que de un sólo coletazo podría echar al aire, como una moneda. la débil embarcación que se le aproxima. El arponero, de pie, silencioso, inmóvil, clavando los ojos en la ballena, sintiendo el latido de su corazón como se les oye en las grandes emociones, lanza el arpón rematado en forma de v, como una banderilla o un ganchillo.


La ballena, herida, se sumerje verticalmente. Arrastra en un remolino furioso arpón, cuerda y chalupa. La embarcación la sigue, como uno de esos juguetes arrastrados por una liz. Hay momentos dramáticos, de vaivenes, olas, remojones y peligro de hundimiento. Otras chalupas siguen, remando, a la que inició el ataque, dispuestas a ayudarla.


Ahogándose, la ballena vuelve a flote, a la superficie; necesita respirar.


Y siente sobre la carne la clavazón de dos, tres, cuatro arpones más. Se repite la lucha, más debilitado el mamífero, más animados que nunca los pescadores. La costa es una sombra apenas visible, un punto de luz confuso. Están solos, frente al peligro de una fuerza inmensamente mayor que se defiende entre espumas y borbotones de sangre caliente.


Tres y cuatro horas solía durar a veces la pelea. A los arpones seguían las sangraderas que herían la ballena con terribles cortaduras y desgarros, armas también con asta de madera que facilitaba su lanzamiento.


Las chalupas han ido acercándose al coloso debilitado, pero precisamente en este acercamiento está la amenaza, pues hasta que muera, la ballena podrá deshacer una embarcación con un esfuerzo pequeñísimo.


Arrastrada a puerto, una vez muerta, empezaba entonces el laboreo y aprovechamiento de la grasa. Con cuchillos, palas y espumaderas se la despellejaba, tira a tira. Luego la despedazaban con hachas, ganchos y sierras, y metían los trozos en hornos o calderas de desgrase, «lumerak», y angarillas y barricas.


Había ballenas que daban cien barricas de grasa, de 16 arrobas cada una, incluida la lengua, que era la que más daba.


Todos aquellos trabajos, que exigían también mucha fuerza y conocimiento, los solían hacer «hombres en mangas de camisa», según un documento de la época.


El producto valiosísimo de la ballena era enviado a Inglaterra o a Flandes. También a Francia, donde la comían en salmuera. Y en España, Navarra y Campos eran sus principales compradores. En la primera para alumbrarse, en la segunda para sus famosas fábricas de paños.


La pesca de la ballena, con su peligro y su valentía, fue corriente en los pueblos vascos. Muchos de ellos -Fuenterrabía, Guetaria, Bermeo, Ondárroa, Lequeitio- tienen motivos balleneros en sus escudos. En Zarauz hay una casa con una piedra alegórica.


La industria de la ballena es también muy antigua. Se inició probablemente cuando el mar arrojó a las costas ballenas muertas o moribundas. Al parecer fueron los normandos los iniciadores de su captura.


En nuestras costas aparecían ballenas hasta la mitad del siglo XIX, fecha en que, perseguidas incansablemente por barcos a vapor, huyeron de estas latitudes y sufren, hoy, la amenaza de su extinción.


Los atalayeros recibían, además del salario, una parte de la ballena por ellos descubierta y anunciada. Al primer heridor le daban dos quintales, y a los cinco heridores siguientes un quintal a cada uno. Por cada sangradora se otorgaban cinco libras.


Existe un tipo de ballena denominada, con lenguaje científico, «biscayensis», es decir, vizcaína, ejemplar pescado por donostiarras entre Orio y Zarauz en 1854. También se conoce la llamada ballena «euskara» capturada también por donostiarras, en el mismo lugar, en 1878, y cuyo esqueleto, después de mil peripecias y ser comprado al fin por nuestro Ayuntamiento, se exhibe en el Acuario.


Ya no hay ballenas en nuestras costas. Perseguidas por todos los mares por una sed insaciable de enriquecerse con ellas, sólo nos queda el recuerdo de la bravura de nuestros «arrantzaleak»>, que será siempre honor y ejemplo para todos los pescadores.


18.- REALIDAD Y TRASCENDENCIA DE NUESTRO PASADO.

 18. REALIDAD Y TRASCENDENCIA DE NUESTRO PASADO


¿Qué conclusión se puede deducir de estos contactos entre San Sebastián y Castilla sobre todo, y de las visitas que los reyes hicieron a la Ciudad?


Una, y muy valiosa: la importancia histórica de nuestra Villa ya en aquellos años, en sus orígenes.


Será muy posible que andando el tiempo os digan que San Sebastián no tiene historia.


Eso no es cierto, aunque se diga comparándola con la de otras ciudades. La tiene en la medida de su grandeza y de su importancia fronteriza. Muchos privilegios le fueron concedidos. Los reyes se preocuparon por sus necesidades de fortificación y medios de defensa. Y reinas y reyes pasaron y se detuvieron en aquella Villa pequeña y desconocida que era entonces San Sebastián.


Estas nociones elementales las podréis, cuando seáis mayores, ampliar y desarrollar con la lectura y el estudio de libros que tratan sobre estas materias. De momento os basta con estas orientaciones generales.


Yo recuerdo cuánto me dolió oír decir que San Sebastián no tenía pasado. Mi satisfacción fue grande al conocer que lo tiene, y al saber unida San Sebastián, a través de muchos hilos, con la historia nacional y europea.


Acaso sean estas páginas las primeras en despertar en vosotros curiosidad por conocer el pasado de nuestro pueblo. Los siglos-por donde andan las sombras y el recuerdo de los que van delante nuestro- tienen también aquí su puesto.


San Sebastián, lejos de lo que dicen gentes ignorantes, es Ciudad de una antigüedad que se hunde en el pasado tanto y tan fuertemente como las raíces de los árboles penetran en la tierra.


17.- MONARQUÍAS NAVARRA Y CASTELLANA Y SAN SEBASTIÁN

 17.-MONARQUÍAS NAVARRA Y CASTELLANA Y SAN SEBASTIAN


Tenían razón sobrada los reyes en estimar a San Sebastián por la fidelidad con que siempre les servía.


Vamos a hacer un recorrido necesario y breve para conocer la relación entre San Sebastián y las Monarquías a las que perteneció.


754-Reina Alfonso I el Católico. Se acentúa entonces la protección de los pueblos con fortalezas. Tened presente que la época es dura. Son los años en que los cristianos, refugiados en los montes de Asturias, libran los primeros combates de su independencia contra los moros.


Es frecuente la tortura, el marcar con hierro al rojo a los enemigos, el cortar las manos de los prisioneros con golpes de hacha.


El paisaje de la provincia va cambiando y las torres y las fortificaciones afean la belleza de la Naturaleza.


760. Los cántabros se rebelan contra el rey Fruela. El monarca asturiano llega hasta aquí, y en una razzia de cautivos se lleva a una vascongada -Munia- a la que hará reina, según afirmación de Sebastiano, Obispo de Salamanca.


La amenaza normanda, que asoló Europa con invasiones y ataques por sorpresa, no resultó desconocida en estas latitudes. Desde Bayona hasta Guipúzcoa se sufrieron estos ataques, lo mismo la totalidad del Cantábrico.


Una época de trueques va a seguir. Vosotros jugáis a trueques cuando cambiáis una canica por una chapa, o un cromo por un caramelo. Castilla y Navarra trocaron varias veces Guipúzcoa. La primera al agregarse Guipúzcoa, entonces navarra, al Condado de Castilla, cuyos jefes residían en Burgos, dependientes de León. Fue esta la primera vez que Castilla se asomaba al Cantábrico.


Al morir Sancho el Mayor repartió el reino entre sus hijos. Nuevamente entonces se hace Guipúzcoa navarra. En 1014, el documento llamado donación a Leire prueba que San Sebastián permanece unida a Navarra.


En 1076 Sancho el Noble es arrojado desde una peña. Con su muerte, Alava y Guipúzcoa vuelven a Castilla y Navarra pasa a depender de Aragón.


Esta situación, realmente artificial, la concluye aquel valeroso e inquieto García Ramírez, figura simpática, Príncipe de la real estirpe, con el que en 1135 se reintegra Guipúzcoa a Navarra. Más tarde Sancho el Sabio concederá a San Sebastián su célebre Fuero, prueba de que entonces la provincia dependía de Navarra y razón bastante para que la Ciudad dedique a aquel monarca una Avenida prometedora e importante.


Pero al fin, en 1200, una guerra originada en discordias familiares llevará Guipúzcoa a Castilla a consecuencia de una serie de afortunadas campañas que inició Alfonso VIII de Castilla contra Navarra y que le valieron la conquista de Alava y la sumisión de Guipúzcoa.


Desde entonces San Sebastián dependió de Castilla, y le fue leal.


San Sebastián recibe a Alfonso VIII como a un libertador. No debemos pensar que el yugo navarro resultó pesado, pero sí que Sancho VII de Navarra fue arbitrario y que por eso se atrajo las enemistades y los rencores.


Reconoció el monarca castellano todos los privilegios que poseía entonces San Sebastián y concedió una escritura con nuevos beneficios, algunos curiosos, por ejemplo: que la pesca de mar o de río fuera libre y que en caso de guerra con moros se le debería ayudar con entrega de caballos, armas y sueldos.


Alfonso VIII fue el primer rey que se estableció en San Sebastián con su corte con carácter residencial.


Fernando III el Santo (1217-1252) estuvo empeñado en terminar la reconquista del Sur. San Sebastián intervino con sus navíos en la conquista de Sevilla. Dondequiera que los barcos donostiarras se encontraban dejaban bien alto su bandera. Con aquellos navíos se rompió el grueso puente por donde los moros metían en la ciudad de Sevilla sus bastimentos. Golpe a golpe, con tremendos topetazos, los donostiarras deshicieron aquel baluarte enemigo.


En 1280 el rey Alfonso X el Sabio visita San Sebastián. El 30 de junio de 1278 había ardido la Ciudad -San Sebastián fue propicia a los incendios- y el monarca ayudó a su reconstrucción. En su reinado (1252-1284) se comenzó a usar el castellano como idioma oficial de los documentos.


Sancho IV (1284-1292) visitó dos veces San Sebastián, en 1286 y 1290. Hizo dos cosas importantes: conceder un privilegio al monasterio extramuros de San Bartolomé, por el que ponía a sus canónigas bajo su custodia, y conceder a los comerciantes navarros autorización para embarcar sus mercancías en San Sebastián en vez de en Bayona.


Para el desarrollo marítimo y comercial de la población, de aquella minúscula Villa que entonces era Donostia, esa concesión es de una importancia capital y marca la iniciación de un futuro desarrollo, base de nuestra historia.


Fernando IV (1295-1312) continuó durante su reinado colmando a San Sebastián de privilegios. Todos respondían a una razón: por un lado, la fidelidad donostiarra a la Corona que la regía, y por otro, la gratitud cada vez mayor de los reyes por aquella lealtad y servicios.


Alfonso XI (1312-1359) concedió a San Sebastián un notable privilegio: a los vecinos de la Villa no se les obligó al pago de un impuesto que afectaba a los entonces llamados portazgos, diezmo, sobrado y rediezmo. Y el de la asadura o derecho que se satisfacía por el paso del ganado, llamado así porque se contribuía con una asadura por cierta cantidad de reses.


Fue bajo aquel reinado cuando se autorizaron los molinos de viento dentro del palenque y cercas de San Sebastián. Imaginemos nuestros alrededores animados con esas largas y flacuchas siluetas de los molinos.


El sitio de Algeciras -el suceso más importante del reinado va a ser nueva ocasión para que los navíos donostiarras destaquen en aquella batalla.


Conocidas son las razones de aquella triste guerra entre hermanos, Don Pedro el Cruel (1350-1369), hijo de Alfonso XI, y el Conde de Trastamara.


Don Pedro, huyendo, llegó a San Sebastián con veintidós navíos, hinchadas las velas, rompiendo las aguas con sus quillas. De aquí partió hacia Bayona, buscando, cegado por mil malas pasiones, apoyo francés para pelear contra Don Enrique.


La guerra terminó trágicamente con la muerte de Don Pedro en el campo de Montiel, atraído a la misma tienda de Don Enrique, su hermano.


Es entonces cuando en un ejemplo de extraordinaria fidelidad, los navíos donostiarras no se apartaban de la embocadura del río Guadalquivir «en guisa que Sevilla no havía la mar suelta>>.


Con este suceso, ocurrido en 1369, nuestra Ciudad se adorna con una gran virtud, la fidelidad. Tanto más cuanto para entonces aquel rey -Don Pedro- había perdido la vida.


Enrique II (1369-1474), hermano y rival de Don Pedro, lejos de castigar a San Sebastián por lo que podía haber encontrado de arrogancia u hostilidad en el gesto donostiarra, continuó protegiéndola. Nuestra Ciudad le devolvió afecto por antigua oposición y las relaciones entre la Corona y la Villa continuaron firmes e íntimas.


Más podría decirse de Juan I (1374-1390) y Enrique III (13901406), en cuyo reinado, en 1401, una plaga de peste dejó la Villa desierta al hacer huir a los habitantes hacia los caseríos y los montes.


Juan II (1406-1454), Enrique IV (1454-1474) -pacificador de las luchas entre gamboinos y oñazinos que tanto hicieron padecer a la Provincia- mantienen todos los privilegios y el último otorga uno más, el llamado Arancel de Cayaje, que beneficiaba a la Villa por todos los géneros que se introducían en su puerto de comercio.


Los Reyes Católicos (1474-1504), aureolados en todos los textos, monarcas nobles y cuyo reinado se estudia a gusto, autorizaron aquí las primeras construcciones de piedra, ya que otro incendio, en 1489, había reducido la Villa materialmente a pavesas.


Cuantas veces veáis en mapas o grabados el Cubo Imperial pensad en Carlos V (1500-1558), el de Yuste, la Reforma y los relojes en punto. Aquel pico de piedra que era el Cubo reforzaba aún más la muralla donostiarra, disparado hacia adelante como un dardo, como una flecha. Podéis situarle en la posición ideal del actual Boulevard y Plaza de Guipúzcoa. Y a Carlos V debe también San Sebastián el título de Noble y Leal que le fue concedido en 1522.


Felipe II (1527-1598), el austero monarca de El Escorial y del Imperio donde nunca se ponía el sol, conoce también la ayuda de San Sebastián en sus grandes empresas. Ya hemos visto cómo la Ciudad colabora en la Gran Armada, conocida después con el nombre de Armada Invencible. Lo mismo podríamos decir con lo sucedido en Gravelinas.


Terminemos esta cita -que vosotros debierais completar con vuestros textos de historia española con una preciosa y gráfica descripción de cómo recibió San Sebastián a Felipe III (15781621) cuando, en 1615, llegó aquí acompañado de su hija, camino de Francia:


«Fue mucho de ver la entrada de Sus Majestades. Llegando el Rey a una altura llamada el pie de la corona (cuesta de San Bartolomé) paró mirando con mucho gusto aquel sitio tan peregrino de la Villa y de la mar. Había en el arenal gran número de gente natural y forastera, y formados escuadrones con 3.500 infantes lucidísimos, y en La Concha, estaban muchas chalupas y bergantines armados, algunos navíos con mucha artillería y llenos de banderas, flámulas y estandartes tendidos, como en las murallas. Haciéndose una señal con humo desde la montaña, respondió la Villa con una pieza, y al mismo punto la Arcabucería del Castillo, la Artillería, la Infantería del Presidio, las Arcabucerías y Mosqueterías de los Escuadrones, la Artillería de los Navíos, haciendo lo mismo las Chalupas y Bergantines que andaban por La Concha escaramuzando unas con otras. Después de haber dado la segunda carga, comenzó S. M. a bajar la cuesta».


Por lo visto el rey se detuvo en el alto de San Bartolomé, llamado entonces Pie de la Corona. Debía ser punto estratégico desde el cual la Villa ofrecía una contemplación bellísima.


Es fácil imaginarla: los arenales, las marismas a la derecha, el río ancho y extenso, el prado verde, las líneas de las murallas y dentro de ellas las casas, las torres chatas de las iglesias, el puerto y el monte Urgull dominándolo y protegiéndolo todo.


En ese mismo alto se detuvieron muchos visitantes. Habrá terminado por ser un lugar famoso, como ahora el mirador del monte Igueldo.


He aquí un dato curioso: el tren real llevaba en aquella visita 74 coches, 174 literas, 190 carrozas, 548 carros, 2.750 mulas de silla, 128 acémilas con reposteros bordados, otras 246 acémilas, 1.750 machos con cascabeles de plata y 6.500 personas de tolde en toldo...


Finalmente, a Felipe IV (1605-1665), reservaba la Historia conceder a San Sebastián el título de «Ciudad» en recuerdo de la Paz de los Pirineos (1659) entre Francia y España, con cuyo motivo el rey también estuvo aquí.


16.- LOS GASCONES

16.-LOS GASCONES

En 1152 la Guyena pasó del señorío de Francia al de Inglaterra por el matrimonio de Doña Leonor con el Duque de Normandía, futuro Enrique II Plantagenet.


Los gascones, hermanos de raza, honrados y alegres, muy apegados a sus tradiciones, carácter vivo y fiero, laboriosos y tercos, no se conformaron con la autoridad inglesa y mostraron su oposición con repetidas rebeliones.


Cansados al fin de tanto inútil esfuerzo, no se sabe con exactitud el momento en que se les ocurrió la feliz idea de dar comienzo al éxodo, a la huída hacia San Sebastián. Don Sancho el Sabio les autorizó a afincarse en nuestra Villa.


Durante el siglo XII, los gascones se instalaron en los arenales del Urumea. ¡De nuevo nuestro río estrechamente unido a nuestra historia!


Podemos reconstruir la llegada de los extranjeros, normalmente por mar, trayendo consigo todo lo que poseían. Sobre las marismas del Urumea se irían extendiendo las sombras de sus habitaciones, siempre amenazadas por la embestida de las aguas y por el viento.


La situación de aquellos auténticos refugiados, originarios de Pau y de Olorón, de la que habían conocido Bayona en su camino, infundiría pena a los donostiarras, y lentamente se irían introduciendo con sus enseres en la Villa misma.


Aquí encontraron paz, trabajo, acogida cordial y afectuosa. ¿Qué más podían pedir?


El destino histórico tenía reservado a aquellos extranjeros ejercer sobre los naturales un gran influjo, dominarles poco a poco, desarrollar nuestro comercio -tenían grandes aptitudes mercantiles- y vincular espiritualmente a los donostiarras con una manera de ser entonces extraña, hoy profundamente enraizada en nuestro temperamento.


Subsisten todavía entre nosotros apellidos gascones, topónimos muchos detalles pequeños que a cada momento brotan en nuestra existencia de todos los días.


Tuvo, pues, gran importancia la aparición en nuestro horizonte del primer navío gascón con un grupo de hombres, mujeres y niños que huían de una opresión inaguantable.