8.-LA PUERTA DE TIERRA Y LA DILIGENCIA
¡Cuánto atractivo ofrecía la Puerta de Tierra de nuestra muralla! Por ella pasaba, estruendosa, la diligencia, latido de vida que se metía hasta lo hondo en el pueblo que era entonces San Sebastián.
De las tres puertas que la Villa tenía, la más entretenida era la de Tierra. Por su tráfico, sus voces y su agitación.
Con dificultad podemos situarnos en aquella vida, tan distinta de la nuestra, con sus aviones supersónicos, los coches de grandes velocidades y los trenes que se hunden bajo las montañas o saltan los ríos sobre puentes agilísimos. Nada de esto había entonces. Se viajaba en diligencia, carricoche incómodo, de ejes duros, tirado por caballos.
La salida y la llegada de la diligencia a través de la Puerta de Tierra era un espectáculo. Los viajeros con sus fardos pesados, los gorros de dormir, el vaso de camino, los bultos, los trastos, todo se colocaba en la baca bajo una lona protectora del polvo o de la lluvia. Los mayorales y los zagales que sacaban de la cuadra y enganchaban el tiro, que piafaba y caracoleaba nervioso. El vendedor de provisiones. El aguador...
San Sebastián recibía la diligencia cada tres o cuatro días. A veces la nieve o algún accidente del coche espaciaba más su llegada.
Desde la Puerta de Tierra se la distinguía, allá enfrente, por las marismas, corriendo desaforada. La nerviosidad se apoderaba de los que estaban en la Puerta. La guardia la despejaba porque era estrecha y era preciso facilitar su entrada.
La corta distancia hasta la Puerta la cubría enseguida la diligencia. Ya se oía cercano el cascabeleo de los caballos, el recio choque de las herraduras y de las delgadas ruedas en el empedrado chispeante, las voces del cochero animando el tiro.
Era de verla sobrepasar el puente, bamboleándose, los caballos con las bocas espumeantes, los ojos despavoridos, las orejas temerosas por el rechino del látigo, el pecho sudoroso. Todo era violento, veloz, impresionante.
Frenando poco a poco la marcha atravesaba la Plaza Vieja y las calles de San Jerónimo y Trinidad, y frente al hoy n.º 29 de la calle de Narrica terminaba su viaje.
Con frecuencia los recorridos eran largos, dos o tres días, haciendo noches en ventas y fondas al azar, carentes con frecuencia también de lo más necesario para el aseo y la comodidad.
Aquellos desplazamientos eran, por otra parte, ocasión de muchas y buenas amistades. Los viajeros llegaban a conocerse, a contarse sus preocupaciones y trabajos. A veces había que atender a las obligaciones más prosaicas, otras a las más elevadas.
Pero el viaje se hacía al fin insufrible. El calor, las apreturas, el rebotar de los ejes que molía los huesos de todos. Tan sólo vosotros convertíais la diligencia en oportunidad para contemplar, desde la ventanilla, un mundo desconocido que se abría, como bellísimo abanico, a vuestros ojos...
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