19.-LOS BALLENEROS. VALOR Y PELIGRO
Dijimos al principio que San Sebastián, como el resto del pueblo vasco, ha sentido por el mar una inclinación profunda, apasionada, y que ha hecho de él, además de ocasión de triunfos y de honores, medio de sustento y de trabajo.
Y preguntaréis cómo.
Sobre todo en aquella época, con la pesca de la ballena. Y con una pesca emocionante.
La ballena es un mamífero especializado para la vida en el agua (por eso tiene forma de pez), y alcanza con frecuencia grandes dimensiones (15 a 20 metros de largo). Valen mucho como fuente de aceite, que es lo que precisamente buscaban los pescadores donostiarras de aquellos siglos XIV y XV.
Todo empezaba con una señal: campana o humo. Lo más corriente esto último. La hoguera la encendía desde su escondite un hombre, el atalayero, encargado de avisar la presencia de la ballena, que se delataba por el ruido que hacía y el chorro que expulsaba.
Desde el puerto distinguían a escape la señal, la fogata, del «talajeru»>. Todos los puertos tenían su atalayero. Todavía entre Orio y Zarauz hay un monte que se llama «Talay mendi», o «monte atalaya». Y en nuestro Ulía la «Peña del ballenero», lugar que, ilustrado con una lápida y favorecido por unas escaleras, existe desde antes de 1611.
Visto el humo u oída la campana, el puerto era un hervidero de voces, gritos, órdenes y despedidas.
Hacía falta salir pronto, porque siempre existía el peligro de que otros puertos se adelantaran en la captura y el beneficio de la pesca se perdiera, ya que la ballena pertenecía al que la cogía.
Era entonces de ver hombres y mujeres y aún niños corriendo a por las botas, las maromas y las sogas, llevando unos remos, arpones y sangraderas, otros cuerdas y cuchillos. Los pescadores saltaban de cubierta a las pinazas, y soltaban amarras, llamándose unos a otros con febril apasionamiento.
Ya están todos al fin sobre las chalupas. Y a golpe de remo, con suave crujido de estrobos, allá desaparecen por la bocana del puerto cuando el atardecer se va haciendo noche.
Comienza entonces la lucha. Se acercan despacio al cetáceu, que de un sólo coletazo podría echar al aire, como una moneda. la débil embarcación que se le aproxima. El arponero, de pie, silencioso, inmóvil, clavando los ojos en la ballena, sintiendo el latido de su corazón como se les oye en las grandes emociones, lanza el arpón rematado en forma de v, como una banderilla o un ganchillo.
La ballena, herida, se sumerje verticalmente. Arrastra en un remolino furioso arpón, cuerda y chalupa. La embarcación la sigue, como uno de esos juguetes arrastrados por una liz. Hay momentos dramáticos, de vaivenes, olas, remojones y peligro de hundimiento. Otras chalupas siguen, remando, a la que inició el ataque, dispuestas a ayudarla.
Ahogándose, la ballena vuelve a flote, a la superficie; necesita respirar.
Y siente sobre la carne la clavazón de dos, tres, cuatro arpones más. Se repite la lucha, más debilitado el mamífero, más animados que nunca los pescadores. La costa es una sombra apenas visible, un punto de luz confuso. Están solos, frente al peligro de una fuerza inmensamente mayor que se defiende entre espumas y borbotones de sangre caliente.
Tres y cuatro horas solía durar a veces la pelea. A los arpones seguían las sangraderas que herían la ballena con terribles cortaduras y desgarros, armas también con asta de madera que facilitaba su lanzamiento.
Las chalupas han ido acercándose al coloso debilitado, pero precisamente en este acercamiento está la amenaza, pues hasta que muera, la ballena podrá deshacer una embarcación con un esfuerzo pequeñísimo.
Arrastrada a puerto, una vez muerta, empezaba entonces el laboreo y aprovechamiento de la grasa. Con cuchillos, palas y espumaderas se la despellejaba, tira a tira. Luego la despedazaban con hachas, ganchos y sierras, y metían los trozos en hornos o calderas de desgrase, «lumerak», y angarillas y barricas.
Había ballenas que daban cien barricas de grasa, de 16 arrobas cada una, incluida la lengua, que era la que más daba.
Todos aquellos trabajos, que exigían también mucha fuerza y conocimiento, los solían hacer «hombres en mangas de camisa», según un documento de la época.
El producto valiosísimo de la ballena era enviado a Inglaterra o a Flandes. También a Francia, donde la comían en salmuera. Y en España, Navarra y Campos eran sus principales compradores. En la primera para alumbrarse, en la segunda para sus famosas fábricas de paños.
La pesca de la ballena, con su peligro y su valentía, fue corriente en los pueblos vascos. Muchos de ellos -Fuenterrabía, Guetaria, Bermeo, Ondárroa, Lequeitio- tienen motivos balleneros en sus escudos. En Zarauz hay una casa con una piedra alegórica.
La industria de la ballena es también muy antigua. Se inició probablemente cuando el mar arrojó a las costas ballenas muertas o moribundas. Al parecer fueron los normandos los iniciadores de su captura.
En nuestras costas aparecían ballenas hasta la mitad del siglo XIX, fecha en que, perseguidas incansablemente por barcos a vapor, huyeron de estas latitudes y sufren, hoy, la amenaza de su extinción.
Los atalayeros recibían, además del salario, una parte de la ballena por ellos descubierta y anunciada. Al primer heridor le daban dos quintales, y a los cinco heridores siguientes un quintal a cada uno. Por cada sangradora se otorgaban cinco libras.
Existe un tipo de ballena denominada, con lenguaje científico, «biscayensis», es decir, vizcaína, ejemplar pescado por donostiarras entre Orio y Zarauz en 1854. También se conoce la llamada ballena «euskara» capturada también por donostiarras, en el mismo lugar, en 1878, y cuyo esqueleto, después de mil peripecias y ser comprado al fin por nuestro Ayuntamiento, se exhibe en el Acuario.
Ya no hay ballenas en nuestras costas. Perseguidas por todos los mares por una sed insaciable de enriquecerse con ellas, sólo nos queda el recuerdo de la bravura de nuestros «arrantzaleak»>, que será siempre honor y ejemplo para todos los pescadores.
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