El primer anuncio de la próxima llegada de las Navidades aparecía en los escaparates. Junto a otrsas golosinas, allí estaba en cajón o en barras el turrón, teniendo a su lado las olorosas aceitunas, las encendidas granadas, las peladillas bien envueltas en su capa de azúcar, los anises confitados, la garrapiñada, todo ese mundo de delicias.
Al turrón le siguen el ejército de botellas y capones, de fiembres y pavos, de frutas sabrosísimas, de manjares incontables. Si en los días de Navidad sabe mejor el turrón, ¡qué deseado es siempre!¡Qué dulce es gustar siempre un cachito del azucarado postre!.
La llegada del turrón era saludada en los periódicos de hace un siglo, que daban cuenta de que establecimiento había sido el primero en ponerlo en sus escaparates, como aviso urgente de que las Navidades estaban llegando.
El cine llegó a nuestra ciudad hace un siglo. Entonces se llamaba Cinebiógrafo y las sesiones que daban eran cortas pero variadísimas. Vea el lector el programa que anunciaba el Cinebiógrafo Lumiére para el domingo 8 de diciembre de 1901.
Primera sesión, a las 4 de la tarde : escenas cómicas. Magia moderna. Gabinete encantado. En la ratonera. El diablo en el convento. Regalo: rifa de una carabina Eureka.
Segunda sesión, a las 5 de la tarde: Escenas marítimas. Seis retratos una peseta. Los apuros de don Cleto. Pirámides humanas. La luna, a un metro. Regalo: rifa de un servicio de porcelana para su muñeca.
Tercera sesión, a las 6 de la tarde: Desfiles militares. Baile en el Olimpia. Entierro de la reina Victoria. Llegada de un tren. La Cenicienta. Regalo: rifa de un tren.
Cuarta sesión, a las 7 de la tarde : Escenas infantiles. Danza de fuego. La portera burlada. Episodios del Fausto. Corrida de toros. Regalo: rifa de una preciosa muñeca.
El cinebiógrafo de Bellas Artes, aquellos primeros días de diciembre de 1901, proyectaba Noel y anunciaba La caperuza roja, el popular cuento que todos los niños conocían, para los próximos días. Antes había proyectado la Cenicienta y Juana de Arco.
Por aquellos días, en un par de escenarios hacían sus galas y su modo de retorcerse siete u ocho chiquillas "de esas que van de bellas".
Con la cabeza coquetonamente cubierta por un sombrero, con la vistosa falta de colorines "previamente recogida como si estuviera pasando a pie un río, y el pañolón de Manila rodeado al cuerpo", comienza la suerte del tirabuzón, o sea, la del sacacorchos.
Aquellas chicas se retuercen, hacen cosas raras con los pies, con las manos, con todo el cuerpo, volviendo locos a los espectadores.
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