domingo, 12 de septiembre de 2021

BOSQUES Y AVES

 Paradisíacos resultaban, al decir de lo que nos dejaron escrito los hombres de nuestro albor histórico, los alrededores de San Sebastián. Se hacían leguas de lo fecunda que era su vasta jurisdicción.

Al valle del Urumea, nuestra ría, se la consideraba como una de las más feraces de Guipúzcoa. Despeñándose desde las cumbres de los montes, alimentaban su caudal quebrados, arroyos y cascadas, riachuelos y torrenteras.

Había en el Urumea variedad de pesca. Abundancia de truchas y salmones -que más adelante se cogerán con redes desde el puente de Santa Catalina-. Y de pesca de mar, abundancia de testáceos, particularmente langostas. Y caballitos de mar, arañas y esas tristes y desplazadas estrellas de mar.

Debieron de ser también deliciosos los bosques que abrazaban más allá de los arenales la recogida Ciudad. Los había de beyotas y tayucos, cuyos frutos se utilizaban para alimento de los cerdos sacrificados poco después de la Navidad. No faltaban los robledales, los castaños, las hayas y los poéticos fresnos, los alisos y las acacias, llamados, en vascuence,"aritza","gaztaña", "pagua", "lizarra" y "altza".

Lógico era que esta variedad de arbolado, sano y exhuberante, atrajera la más rica diversidad de aves. El testimonio de los más remotos viajeros incide en resaltar que "hay mucha caza de pluma". Uno de ellos señalará, con golosa minudencia, la bonanza de los pichones y de cierta especie de perdiz roja de Aragón.

Otras aves que no faltaban en el comercio eran el pato real, la cerceta, la becacina o "istingor", la avutarda, el francolí y la avefría, y el totano o "kulixka".

Además de estas aves acuáticas, las de los bosques. La becada especialmente, que interrumpía aquí, por no pocos días, su bello viaje desde las zonas septentrionales.

No faltaban tampoco, al decir de los buenos paladares, el sabroso conejo de Navarra y la liebre, de la que un curioso escribirá " que es siempre de mayor peso que la de Castilla".

Y todo ese conjunto frondoso, animado de gorjeo de pájaros, quedaba materialmente recubierto por la bella y amarillenta argoma, tan hermosa como punzante, proliferando a su lado zarzales, jazmines, fresales, morales y azucenas silvestres, esmaltados por el verde brillante de los laureles en los días de lluvia.

Bosques fragantes, siempre verdes, en una conjunción perfecta con el azul del mar. En primavera y otoño, el sol, al templar la tierra naturalmente húmeda, hacía nacer un sinnúmero de hongos. Necesitaban los donostiarras y los caseros de las inmediaciones ojo experto para no confundir el sano del venenoso.

La Naturaleza, desde mediada esta Centuria cuando menos, ya alimentaba a los donostiarras con exquisitos admenículos para los mejores platos.

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