"Hincadas en tierra las rodillas, puestas las manos en el pretil del muelle nuevo, y asomando no más que los ojos, a causa del empuje del noroeste, seguimos aterrados las sacudidas de la lancha que avanza lentamente, sorteando los encrespados mares, cuando vemos de pronto formerse una ola monstruosa.
La montaña de agua levanta su lomo enorme, rizado por el vendaval, crece, sube como un animal fantástico, va adelgazándose poco a poco hasta que su cima adquiere la reluciente finura de una daga; y despidiendo ese vapor acuoso que precede siempre al estallido, rompe a los pies de la embarcación.
Es un zozobrar horrible: la trainera embestida por el branque y volando por los aires, como lanzada por el coletazo de una ballena. Un grito de horror se mezcla a los rugidos del cielo, levántanse las manos estallan los pechos, la gente corre despavorida.
Un segundo después, unas cuantas bolas negras flotan, subiendo y bajando al impulso de los mares, como cabezas de alfiler.
-¡Una onza de oro para cada hombre que vaya a salvar a los valientes!- grita un aristócrata que ha presenciado la catástrofe.
-Aquí no llevamos nada por eso -contesta textualmente una voz.
Y vese salir otra trainera que manda Holandés, recoge a los náufragos de la lancha de Mari y vuelve con ellos a tierra, en medio del entusiasmo general. Todos están allí a bordo del atoaje, todos ¡ay! menos el héroe.
Ha desaparecido instantáneamente, se lo ha tragado la tumba inmensa, como si acechara una víctima digna de su insaciable apetito. No le han visto los compañeros, no se han dado cuenta de la desaparición de Mari, en aquella tragedia inaudita que ha arrastrado al gigante y lo ha sepultado para siempre en los abismos del mar.
Y mientras aquel Humilde tan Grande se hunde en el océano que guardará eternamente su presa (.....) las rompientes de Santa Clara ponen digno fin y remate al drama, llevando al fondo pedregoso de la isla cuatro nuevas víctimas de aquel día de horror".
Hoy se recuerda esa fecha en la hornacha dedicada a Mari en el muelle donostiarra.
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