LA moda -si se la puede llamar moda- de los cafés ha pasado. Ya no quedan casi en la ciudad.
Y uno al observar la escasez de estos lugares, antes tan típicos en las ciudades, se pregunta :"¿ dónde se reúnen las tertulias?¿O es que ya no hay tertulias? Porque las barras de los bares no son sitio apto y adecuado para aquellas tertulias, que los más viejos hemos conocido y a las que hemos acudido en muchas ocasiones. ¡Tertulias del Rhin, de la Marina, del Guría, del Oriental!¿Cómo no recordarlas con nostalgia, como algo entrañable que ya hemos perdido?".
Pues bien, estos y otros cafés al llegar la época de los calores ampliaban su espacio extendiéndose por el paseo o por la calle que era frontera de sus dominios.
Colocaban los toldos, "esas sombrillas que han de cobijar, en las siestas ardorosas de la canícula, escrbía un cronista en 1897, a tanto forastero distinguido, a tanta gentona de Madrid, de Salamanca, de Grijota, confundida en una sola selección, por esa mezcla de distinciones cortesanas y distinciones de provincia que se hacen todos los estíos en las estaciones veraniegas".
Los toldos de los cafés eran la sordina del sol que atenuaban sus ímpetus abrasadores, eran la frescura, la sombra incomparable en los rigores del verano.
Debajo de esos lienzos, y copio al cronista citado, "¡qué animación y qué bullicio!¡Qué hervor de gentes, qué ratos de placer indefinible a las horas del paseo, cuando la música suena en el kiosko de la Alameda, y desfilan a su compás, por el asfalto del Boulevard, cientos y cientos de bellezas, las mujeres, hermosas, las mujeres elegantes, el encanto de los salones de Madrid y de las tertulias aristocráticas de provincias!".
Cuando el sol caía de plano sobre la ciudad, los toldos impedían que se filtraran sus rayos, y en las mesas que invadían las aceras y paseos, se podía beber la gaseosa fría, la cerveza espumosa o deleitarse con la manteca helada.
Allí estaban y se reunían, sigo copiando al ya citado cronista de la época, "las caras bonitas coronadas con los sombrerillos de paja y flores; los cuerpos airosos vestidos con las holgadas blusas de fina seda, los inquietos abanicos, que acarician y perfuman el aire, llenando de vida y de color la esquina aquella, convertida durante muchas horas del verano en el centro de la riqueza, del talento, de la elegancia y del "sprit" de España".
Leyendo lo que aquel cronista escribió hace un siglo, pienso que la poesía envuelve el recuerdo y la añoranza.
KOXKAS - R.M. - DV. 07/06/1998
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