miércoles, 10 de diciembre de 2025

5.-Vestidos.

3.-Basureros.

 Un griterío ensordecedor despierta a toda la calle.

Y no es para menos.

Es ruido de cubos que chocan y se caen, de esquilones, de

4.-Las casas.

2.-De noche... pero solo.

Seguro que no queréis acompañarme en un paseo por esas mismas calles, pero de noche.

Nada hay que os dé más miedo que la oscuridad, el silencio y el moverse de una sombra que no se sabe si es hombre o juego de luces.

Tampoco yo os obligaría a seguirme. Porque realmente, San Sebastián era entonces negro como boca de lobo.

¿Es que no había faroles?

Sí. Pero pocos y muy malos, quiero decir que daban poquísi-ma luz. Eran unos cuantos reverberos de aceite suspendidos en el centro de algunas calles con cuerdas y poleas que les sujetaban a las fachadas de las casas. Había en ellas un registro, y por él soltaba y tensaba la cuerda el farolero para descender el rever-bero, prender la lamparilla y volverlo a subir.

 Un donostiarra dijo de aquellos faroles que sespareían una luz tan mortecina que apenas bastaba para matar la sombras. Acaso el que esto escribió debió de ser sacerdote, médico o san-grador, que en más de una noche habrá sufrido la escasez de alumbrado.

Aquellos reverberos se columpiaban en las noches de galerna, y amenazaban con caerse y y con manchar, o quemar, el vestido de los transeúntes.

Como había varios cuarteles y muchos soldados, había con frecuencia discusiones y riñas, concluidas en golpes y cuchi-lladas.

Tampoco los robos eran desconocidos. El hambre hacía presa en muchos estómagos y nublaba como la niebla los montes muchas inteligencias. Y como las casas estahan, por lo regular, muy bien abastecidas y repletas de viveres, había también en-tonces quien en vez de trabajar y de ganarse honradamente el pan creía más fácil esperar la llegada de una noche de tormenta, escoger cualquier portal de alguna calle que ya conocemos y gol-pear con la aldaba. ¡Si se les abria...!

Por eso os decía que no me acompañaríais en mi paseo noe-turno

Y sin vosotros, ¿para qué voy a ir yo?

Todo os lo he contado como un cuento.

Y ahora, cuando os hablo de que vuestro padre ya ha cerrado la puerta de la calle con llave, cerrojo y tranca, y veo venir a vuestra madre para daros ese beso último de la noche -capaz de apartar de vosotros toda inquietud y temor, yo también me voy. ¡Es tanto lo que mañana hemos de ver!

1 - Calles

 Se conserva un documento que describe detalladamente có-mo era San Sebastián antes de su total destrucción en la guerra de la Independencia.

Va a ser el duendecillo simpático que nos dará pormenores curiosos.

Sobre el plano de San Sebastián en 1800, veréis próxima a la muralla de la parte del muelle una callejuela larga, que al final se curvea un poco y toma la dirección de la muralla meri-dional. Por aquí nos metemos de rondón.

Sobre el plano de San Sebastián en 1800, veréis próxima a la muralla de la parte del muelle una callejuela larga, que al final se curvea un poco y toma la dirección de la muralla meri-dional. Por aquí nos metemos de rondón.

La calle -había 21 calles- se llamaba entonces, y se llama, del Campanario. Es silenciosa, no parece de una población gran-de sino de un pueblecito, con sus casitas bajas, sus persianas cerradas y la ausencia de tráfico y ruido. Como otras, estaba vistosamente empedrada de piedra sillar blanquiza.

Pero nuestro duende se ríe, y nos dice que, entonces, en 1700, era estrecha, de muy poca luz, peligrosa de noche -porque por ella se hacía el transporte de cañones, morteros, bombas y ba-las y estruendosa. Y que aunque algunas de sus edificaciones eran espaciosas, había otras pequeñas y despreciables.

Nuestro amigo nos va a enseñar dos calles y una plaza más, todas ellas contiguas a la muralla central. Se llamaban calles del Cuartel y del Pozo y Plaza Vieja.

Tenían un principio estrechísimo, adquiriendo enseguida cierto ensanchamiento. Eran las de más tráfico, pues allí estaba la Puerta de Tierra con su Jesús crucificado- frente por frente de la Plaza Vieja. Si os fijáis, el Cubo Imperial divide las dos calles: a vuestra derecha, la del Cuartel. A la izquierda, la del Pozo.

Pero esta zona, a pesar de todo, era peligrosa porque allí es-taban los cuarteles, y además de alborotos y peleas entre los soldados porque la gente joven es con frecuencia propensa a airarse había también explosivos. ¡Qué contrariedad para aquellos donostiarras no poder disfrutar tranquilamente de la mejor parte de la Villa por su despejo y vistas!

El duende me dice que los niños raras veces ibais por allí solos cuando ya se echaba la tarde encima. Y que era pena, por-que en la Plaza Vieja hacia la instrucción la infantería y tropa de la guarnición y todo lo que sea cornetas, tambores y unifor mes os hubiera gustado ver. ¿Os figuráis los soldaditos de plomo del Museo del Castillo, con sus correajes, teresianas, botas y co-lorines moviéndose de verdad, como hombres de carne y hueso, en la Plaza Vieja? De aqui nos lleva ¡lástima, demasiado aprisa! a la calle de la Zurriola. Es la más cercana al rio y menos ancha que la de Igentea y del Pozo, con una media de 3,36 metros. Como no tenia sol al mediodía, porque lo tapaban las edificaciones, los donos-tiarras no la visitaban a no ser en su parte final, muy próxi ma a la iglesia. Alli el viento refrescaba en el verano, pero en-friaba demasiado en el invierno. En la calle de la Zurriola estaba el matadero. Y ¿por qué aquíprecisamente? Por lo visto, por el poco tránsito, el aire fresco que ventilaba los olores de sangre y la cercanía del agua para su limpieza. Pasando muy cerca de San Vicente, a su costado, nuestro ami-guito nes ha llevado a la calle de la Trinidad. Y ahora podemos comprender, al fin, sus intenciones: hacernos rodear la Ciudad, como en un abrazo o en un fantástico tioviva Bien es cierto que entramos en la calle de la Trinidad por don-de acaba. Pero es igual. Veremos edificaciones importantes: los conventos de Santa Teresa y Santo Domingo, las iglesias de Santa María y San Vi cente y la cárcel pública. Era la calle más ancha de todas las que ya conocemos. Tenia de promedio 6,44 metros, aunque no le faltaban tortuosidades que la afeaban, y mucho. No había muchos comercios por esta calle, que unía, de extre-mo a extremo, el arco de la llamada torre del Campanario con el costado de la iglesia de San Vicente. Tenía muy mala comunica-ción con la puerta de Mar, la más importante. Esta calle, como по era Ilana y tenía su punto más alto en el arco de la torre del Campanario y descendia suavemente hasta encontrar la rampa de la subida al Castillo-en el ángulo de la iglesia de Santa Ma-ria, en donde había una boca de caño para desagüe, cada vez que la boca se atascaba veia correr las aguas, engrosadas por tierra y porquerías. Cuantas veces Ilovía, ya se sabía: atasco e inun-dación, inconvenientes que podían afectar incluso a la salud. Ya estamos de nuevo junto a la muralla del muelle, frente a la bahía y el puerto. Es la vista más alegre. Con los navíos, de mástiles altos y velas bien templadas, ciñendo el viento, o ple-gadas en las vergas. Con las voces de los cargadores y pesca dores. También se distingue una extensa zona de tierra, cun sus plantaciones y sus bosques. Esta calle se llamaba la del Frente del Muelle, y se distingue muy bien en el plano. Iba pegada a la misma muralla, muy próxima a la del Campanario, por donde echamos a andar. Em-palmaba esta calle con la de Igentea, en cuyo principio esta-ba el cuartel de San Roque. La calle de Frente del Muelle tenía la puerta más importan-te, comercialmente hablando. Se llamaba Puerta de Mar y es-taba casi en su centro mismo. Era la más concurrida de gentes y de tipos. Por ella pasaron marinos de todo el mundo y un trá fico de mercancías variadisimo. El único inconveniente de esta Puerta era su estrechez. Pasa-ba lo mismo que cuando una persona muy gruesa quiere entrar por una puerta muy estrecha. Y todo porque los edificios estaban demasiado próximos. Nuestro duende nos dice, riendo, que era cosa de ver el transpor te de las anclas para la Marina Real, o el del maderamen para la construcción de bajeles reales. Todo esto pesaba, a veces, cen-tenares de kilos, y por sus dimensiones quedaban las mercancías atascadas, sin poder ir ni adelante ni atrás, obstruyendo por com-pleto el uso de la Puerta, con mucho daño para el comercio del puerto y de la Villa. Ya serio nos dice que lo peor era la amenaza para la misma vida de quienes en aquellos transportes interve-nían. Porque cuántos muertos o heridos podría haber causado la caída de anclas, de enorme peso, sobre los hombros que las con-ducían. Esta calle resultaba muy variable en sus dimensiones. En la embocadura del Castillo, 3,36 metros. Luego, 3,64. Frente a la Puerta de Mar, 7,28 metros. Era muy inclinada en dirección del Castillo hacia la Puerta, y lo contrario de lo que ocurría en la calle de la Trinidad, las aguas de lluvia se deslizaban ligeras y rápidas por un caño lim-pio y sonoro cercano a la Puerta. La muralla de la calle se unía con el pie del Castillo por un paso estrecho y oscuro, apenas usado, y cuya existencia solitaria contrastaba con el bullicio y diversidad de la Puerta de Mar. Nuestro amiguito se despide de nosotros. Y lo siento, porque aunque mucho nos ha enseñado como se puede comprobar so-bre el plano, yo hubiera querido que hubiérais visto la calle más larga de la Villa, la del Puyuelo, una de las más antiguas de la Ciudad llamada hoy de Fermín Calbetón, y que casi unía las murallas de los frentes de mar. Hemos pasado a su lado cuan-do fuimos por la de Zurriola. Era la calle del Puyuelo la más animada. Tenía muy buenos edificios. En ella estaba la carnicería, que molestaba mucho al vecindario, en el verano, por los malos olores. Seguro que hubié-rais visto a uno o dos cortadores de carne con delantales man-chados de sangre, arremangados, llevar a lomo la que se trincha-ba en el matadero de Zurriola. Porque no hacían más que pasar.