miércoles, 10 de diciembre de 2025

18.-LA INVASION FRANCESA


¡Napoleón!

Tan solo su nombre causa hechizo por el recuerdo de sus he-chos gloriosos.

Cuántas láminas, cuántos grabados no habrá de él, portento humano, héroe romántico, genio de la política y de la guerra.

Repartió tronos como vosotros canicas. Dirigió ejércitos co-mo vosotros batallas imaginarias en los ratos de descanso. Via-jó incansablemente. Dominó naciones con el prestigio de su es-pada.

Al fin la oposición de Europa le arrastró a guerra tras gue-rra y hundió su cuerpo viejo en una isla maisana, aislada y le-Jana.

Retratado a veces sobre un caballo blanco, la mano derecha metida entre los botones de la guerrera a la altura del corazón. Un bicornio negro, grande, le tapa la cara y cubre la cabeza. Cruza una llanura embarrada y desierta, herida por la batalla reciente. Parece marchar insensible, abstraido, en secreto dia-logo con sus pensamientos.

O en otro cuadro, detrás de una mesa cubierta con un raso negro, la frente alta, despejada, cofre de una inteligencia ful-gurante, partida por un mechón. Las pupilas fijas y observado-ras son rayos de su agudeza y penetración. La nariz recta y los labios delgados reflejan aquella insaciable capacidad de mando.

En vuestras vidas, cuantos retratos, pinturas, medallas y efi-gies veréis de este soñador aventurero.

Por vuestros libros de historia sabréis cuáles fueron sus con-quistas y sus hazañas, que han pasado a las páginas más bri-llantes de la historia de la humanidad.

Dominada Europa y concertada con Rusia una paz débil, sólo quedaba Inglaterra por vencer. Para ello ideó Napoleón blo quearla, aislarla del mundo para debilitarla y, al fin, rendirla.

Pero Portugal no quiso entrar en el bloqueo. Con la autoriza-ción de Godoy, ministro omnipotente de Carlos IV de España (1748-1819), Napoleón invade la peninsula y ocupa aquel reino.

Ese es el origen de nuestra guerra de la Independencia, con sus guerrilleros, sus heroicidades.

También las tropas de Napoleón pasaron por San Sebastián, apartada entonces del camino principal.

Murat, uno de sus más capaces mariscales, es el que ocupará nuestra Villa.

Porque el francés comprendió, con solamente verlo, el valor de nuestro puerto fortificado y la conveniencia de poseerlo, Há-bil conductor de tropas pasó por Guipúzcoa 50.000 soldados en un solo mes, octubre de 1807- detiene su marcha y decide ocu-parla.

¿Qué habrá pensado de nuestra Ciudad aquel militar corpu lento y bizarro, enorgullecido por medallas y heridas recibidas y ganadas en cien batallas sobre hielos, desiertos y lagunas?

Seguramente que aquello era poca cosa para él, capaz como nadie para electrizar a los soldados y lanzarlos como flechas a la conquista del reducto adversario. Para él, cuñado del Empera-dor, hombre de su confianza en el ejército que aterrorizaba Eu-ropa.

Pero no hay empresa fácil. Y si Murat sabía medir muros y distancias y calcular resistencias, el valor y el heroísmo de los hombres no es fácil de medir ni con cinta ni con la mano.

San Sebastián se preparó para defender lo suyo y su liber-tad como correspondía. Y lo hizo silenciosamente, sabiéndose va-liente, sin hablar en el umbral de la batalla.

¿Vaciló Murat? El hecho es que las cartas cruzadas entre él y los donostiarras, con propuestas y contrapropuestas, ofertas y contraofertas, pueden tomarse al menos como signo de indecisión del mariscal.

Naturalmente, no nos hagamos ilusiones. La batalla se hu-biera perdido por el desnivel de las dos fuerzas. San Sebastián hubiera caído acaso con los mismos horrores que veremos en-seguida. Pero ¿su gesto y su sacrificio no hubieran valido para algo más?

Godoy, servidor siempre de los intereses franceses, intervino antes de que retumbara el primer cañonazo. Y de un plumazo, desde Madrid, ordenó la entrega de la plaza a los invasores.

En una mañana fría de enero de 1808 atraviesa la Puerta de Tierra el nuevo Comandante de la Ciudad, Thouvenot.

¿No véis esconderse algún hombre en cualquier callejón de una de esas calles que conocimos? ¿Y alguna mujer que huye? Quizá lo haga sin razón, porque Murat hubiera pasado a cuchillo la Ciudad de haberle resistido. Era hombre cruel. Bien lo probó en Madrid cuando en mayo de aquel mismo año dominó a fuer-za de sangre la insurrección popular.

Los cinco años siguientes San Sebastián vivirá tiempos de ocupación. Los franceses, correctos y moderados, sufrieron des-precios y humillaciones, desconfianza y apartamientos. Cosa más chocante si se piensa que los donostiarras han sido siempre jo-viales y comunicativos. Nadie les invitaba a reuniones ni a di-versiones. Simbolizaban la opresión y la tiranía.

Pero no faltaron los aduladores, los llamados históricamente safrancesadoss, en la época actual conocidos con el nombre de «colaboracionistas». Al principio, simples colaboradores que les ofrecian, por ejemplo, comida y artículos a más bajo precio para ganarse su protección.

Más tarde, a medida que la situación en toda España se ha-cia violenta y antifrancesa, los afrancesados se volvieron crueles, cargados de odio, como si quisieran unirse más a los opresores cuanto más inestable era su situación.

Los últimos años, cuando Napoleón sufria derrota tras derro-ta en tierras de Castilla y Alava, fueron angustiosos. Las listas de sospechosos aumentaban. Lo mismo las detenciones, y las ar-bitrariedades, Cuántos donostiarras no vivieron entonces con la amenaza de la cárcel y aún de la muerte en aquellas semanas de inseguridad

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