Para que la visión final de este periodo, que nos sitúa en el pórtico del San Sebastián actual, sea más alegre, hablemos de dos cosas consoladoras.
Una, de un suceso extraordinario con apariencia de milagro.
Fijemos la mirada en lo alto de Urgull, en nuestro Castillo, vinculado de nuevo con nuestro pasado como si fuera la causa de nuestra existencia. Otra vez interviene en nuestra historia.
Era el 5 de diciembre de 1688. A las cuatro de la tarde enfi-la por el mar una tormenta. Ya rasgan los relámpagos el cie-Io y retumba el trueno. Cinco rayos caen a la vez en San Se-bastián y uno alcanza de lleno el polvorin del Castillo,
La explosión, atronadora, conmovió muchos cimientos. Son de suponer saltando por los aires ochocientos quintales de pól-vora negra, cuerda, mecha, quinientos arcabuces y mosquetes y todas las balas y bombas. Piedras y maderos cayeron como lluvia sobre las calles donostiarras. Murieron cuatro vecinos. Hubo muchos heridos.
Bien pronto los soldados recorrieron la fortaleza y recono cieron los daños. Que no fueron pocos ni pequeños en puertas, ventanas y rejas. El Gobernador estaba vivo, aunque malamente herido, medio sepultado entre las ruinas.
Cuál no sería la estupefacción de aquellos militares al des-cubrir intacto el Cristo de la fortaleza, con la lámpara de aceite encendida, entre polvo, cascotes y tierra.
Aquel crucifijo llevaba allí muchísimos años. No era cómodo visitarle por la distancia que habia que andar y porque no todos los días se autorizaba el paso por el monte a los donostiarras.
Y sin embargo, ¿cuántos subían para rezarle, llegando fati-gados hasta la cima de Urgull!
Pasaron los años. Se restauró el Castillo, también la capilla. Quiso hacerse un viacrucis. Quedó con el tiempo la capillita abandonada.
Entonces retiraron la imagen de allí y comenzó su peregrinaje. Primero, a un hospital militar de la calle del Campanario. Después, al cerro de San Bartolomé, donde estuvo aquel con-vento de jardines y viñedos. Por fin, al hospital de Atocha.
Siempre cuidadosamente atendido, velado por monjitas y por enfermos, hace tres años, en el centenario 1963, fue repues to en su primitivo emplazamiento, en el Castillo, entre piedras viejas, al abrigo del sol, de la lluvia y del viento, en su capilla restaurada.
Y la segunda y última cosa, bulliciosa y llena de colores: la Tamborrada.
Pero, ¿cómo se originó la Tamborrada?
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