miércoles, 10 de diciembre de 2025

21.-LA GRAN TRAGEDIA


Lo que ocurrió después es la más espantosa tragedia que podemos imaginar.

Conocedla ahora a grandes rasgos. Tenéis documentos de primera mano para cuando seais mayores. A ellos os remito desde este momento.

Todo empezó al disparar un soldado contra un donostiarra que aplaudía a los aliados al verles entrar por su calle...

Luego... los hombres se convirtieron en diablos que perse-guian a aquellos infelices, les robaban, les injuriaban y les mal-trataban.

Rompían y abrían a patadas las puertas de las casas, se lan-zaban escaleras arriba, entraban en una habitación y si encon-traban a una mujer le apuntaban con el arma cargada y gri-taban: dinero o te matols.

Esto hicieron y volvieron a hacer aquellos aventureros que eran ya turbas en cuya comparación nada vale la ferocidad de los tigres, los chacales y las hienas.

No hubo persona que en aquel atardecer no fuese maltratada. No se respeto edad, sexo o condición. Mataban a los do-nostiarras en sus casas, a sablazos, si es que se escondian. Los infelices que salian a las calles y huían eran cazados por do cenas de perseguidores y de un tiro en la cabeza o una puña-lada en el corazón les quitaban también la vida. Ni faltaron hombres tirados por el balcón.

Los soldados robaron todo: relojes, hebillas, pendientes, ves-tidos, dinero. Toda.

Al caer la noche, de espantoso aguacero, los ayes de mu-jeres y niños sobrecogían la Ciudad. Las calles estaban llenas de cadáveres mutilados, y ensuciadas con sangre. Los vivos se refugiaban en los tejados hasta que eran descubiertos por aque lla tropa sanguinaria. Qué fin les esperaba!

No contentos con esto, prendieron fuego a la población. El sitio sólo había destruido 60 casas. Este incendio las quemó prácticamente todas.

Hay testimonios escritos de quienes lo vieron hacer a in-gleses y portugueses. No puede culparse de este crimen a los franceses.

En una de las casas de la Plaza Nueva se inició el gigantesco incendio. Lo extendieron los soldados voluntariamente con unos cartuchos de un líquido azul muy inflamable que arrojaban en los almacenes, en las escaleras, en las habitaciones y, sobre to-do, en los desvanes.

Durante toda la noche la Ciudad ardió ¿cómo os lo diría como la cabeza de una cerilla. ¿Lo ima-gráficamente?.... gináis?

A la mañana siguiente los donostiarras, sin ropa, sin hogar, muchos sin padres, sin hijos, sin hermanos, obtuvieron la ansia-da autorización para escapar. Y huyeron como una bandada de infelices gorrioncillos... Tampoco se libraron entonces de atropellos y vilezas.

Durante dias y días los milicianos «liberadoress-hay en la vida ironías crueles se apropiaron de todo lo que quisieron y pudieron. Hierros, andas, balcones, maderas. Hasta un navio inglés atracó en la bahía el 10 de septiembre y arrapó hierro de almacenes y casas, anclas y cables, todas las lanchas parti-culares del muelle-Incluso el bote de la Aduana y los cande-labros dorados de madera de la iglesia de San Vicente!

Y estos desenfrenos, ¿por qué ocurrieron?

Acaso porque la lucha había sido, como hemos visto, duri-sima y en momentos indecisa: dos horas de asalto azaroso. La difícil y sangrienta victoria habrá podido crear un sentimien-to de odio y de rabia en el vencedor.

Es posible también que la fama de Villa rica que tenía San Sebastián haya alentado muchas pecaminosas ambiciones, mu-cha ansia de ilicito enriquecimiento. Aunque siempre surgirá la eterna pregunta: ¿es lícito el botin?

Finalmente, quizá aquella monstruosa venganza haya na-cido en la creencia de que San Sebastián era Ciudad muy fran-cesa en gustos y costumbres cosa por otra parte cierta y más la hayan tomado como tal que como española.

Pero su ruina fue injusta. No hay argumento que la pueda justificar.

Este duodécimo incendio de nuestra historia conocemos ya algunos con detalle en la primera parte del libro consu-mió como una pira 560 de las 600 casas donostiarras. Todavía nuestra calle del 31 de Agosto recuerda la triste fecha y las po-cas edificaciones que salieron indemnes de la prueba.

No es posible calcular los libros y papeles, las noticias, los muebles y las curiosidades sin fin que se abrasaron. Este suce-so fue tan calamitoso que el conocimiento de nuestra historia se resiente todavía por su causa. Y se resentirá siempre, o al menos muchos, muchos años.

¡Cuántos hombres y cuántas mujeres se volverian, al huir, para mirar desde las marismas la boguera que devastaba la Ciudad!

Mientras, la lucha continuaba.

El 5 de septiembre pudieron apoderarse los aliados del con-vento de Santa Teresa.

Después, la artillería inglesa machacó literalmente el Can-tillo, haciendo saltar fragmentos de roca de la montaña y de las mamposterías del Mirador. Cuando fueron destruidas sus caño-neras cesó el fuego y se convino la capitulación.

Por fin, el 8 se rindieron los últimos franceses refugiados en el Castillo.

La tragedia había concluido.

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