Hemos visto huir del fuego que destruía San Sebastián a hombres y mujeres con sólo lo puesto o a medio vestir.
¿A dónde iban?
Hacia los alrededores y cercanías, en busca unos del calor de un pariente, otros anhelando el abrazo callado del amigo o tan sólo la caridad y la compasión.
Contarían trémulos de espanto, mientras les traian ropas de abrigo o sopas tibias y reconfortantes, las escenas que conoce mos: muertes, griterio, persecución, ayes y quejidos, aquella llu-via cruel y el incendio devorador. Llorarian al hacerlo y harian llorar a quienes les olan y veían, porque pocos no habían visto la muerte en padres, hijos o hermanos.
La noticia habrá corrido así, de boca en boca, de caserío en caserío, salvando ries, manantiales, valles y montañas, exten-diéndose bien pronto por los pueblos cercanos.
Una ira callada inundó sin duda los corazones guipuzcoanos a la vista de tanto desgraciado acogido a la buena voluntad du-rante aquellos primeros días de septiembre de 1813.
Pero San Sebastián iba a dar ejemplo, precisamente enton-ces, de su tenaz voluntad de resurgimiento. Esta lección de nuestros mayores debe grabarse en vuestras almas, y apren-derla de tal manera que nunca se os olvide y sea siempre la guia en las cuestiones que se refieran a nuestra Ciudad.
Ya llegaban, por mil conductos, a la población dispersa alarmantes noticias. Y con ellas detalles de la ruina, los pri-meros cálculos de los miles de millones de reales de vellón (mo-neda de entonces) de pérdidas por destrucciones de edificios, casas, ajuares y almacenes. Ya aparecía el fantasma de la fal-ta de dinero, de tanta penuria. ¿Cómo se podría pagar a los ar-quitectos que la harian renacer, a tanto asalariado a quien ha-bria que recurrir para trabajos necesarios?
Qué de problemas para limpiar tanto escombro, derruir las paredes de las casas que amenazaban ruina, rehabilitar las fuen-tes y desobstruir las calles. E intentar también recibir de nue vo en la Ciudad a tantos hombres y mujeres huidos que regresarían sin nada, con las manos vacías, para volver a empezar. Y los miles de raciones diarias para los hambrientos sin asilo y sin pan
¿Sería preciso, como ya decian algunos, abandonar entera-mente y para siempre San Sebastián?
La conquista de la población era ya un hecho histórico, lo único que a muchos importaba.
Graham había informado a Wellington, en parte de guerra, sobre el victorioso asalto. Esta comunicación militar que se conserva nos habla de regimientos, brigadas, divisiones y columnas, comandantes y coroneles, trincheras y metralla.
Por su parte, el general Rey, que había sido herido levemen-te en la cabeza durante la lucha, esperaba el galardón del ho-nor por su bravura. No tardó en llegarle la felicitación perso nal de Napoleón, fechada el 20 de noviembre, acompañada de su ascenso. Y más tarde, la mayor honra a que aspira un mili-tar francés: ver su nombre grabado en el Arco de Triunfo de Paris. Así en tan famoso monumento están representadas, indi-rectamente, nuestras cenizas
San Sebastián se notaba sola, como vosotros ante el tribunal que os examina, Sabia ya de sus enfermos de fiebres tercianas que morian cada día. Con sus miles de mendigos. Inerme, mal-tratada. Con su puerto ocupado, con daño para sus derechos y para la navegación.
A pesar de los sufrimientos propios, los problemas de la Ciu-dad no fueron olvidados. Era, pues, necesario reuni reunirse y resol-ver aquellos graves asuntos.
Unos a otros se fueron dando aviso los regidores de la Ciu-dad. Dios sabe con que procedimientos; el amigo, la lechera a la amiga del caserío más próximo, el viajero...
Desde pueblos y caseríos se encaminaron hacia la casa-so-lar de Aizpurua, en el barrio de Zubieta, cercano a Lasarte, Desde Orio, Igueldo y Usúrbil fueron llegando hacia la sólida casona.
Detalle curioso: San Sebastián, que fue perdiendo tanto te-rritorio de su primitivo Municipio, ha conservade suyos algunos caseríos de Zubieta, relicario de su historia.
31 μυλιέταπιοs reproducir aquellos momentos en un docu-mental moderno, como en los cines, les veríamos pálidos, ma-cilentos, traspasados de dolor, desarrapados los más. Cuando consiguieron serenarse, oiriamos hablar a los dos Alcaldes pa-ra decir a los concurridos que elogiaban su celo, su diríamos-donostiarrismo, para tratar a continuación sobre lo que había de acordarse ante tan triste situación.
Les veríamos, en fin, disponiendo con todo detalle la recons-trucción de San Sebastián partiendo nada menos que de su to-tal destrucción.
Y ya al final de la película, que por valer tanto no tendría precio, asistiríamos a la salida en corporación de aquellos caba-Ileros para visitar al Gobernador e iniciar su dificil labor. Unos vecinos les acompañaban y les asistian, pacíficos caseros de Zu-bieta. Los olmos, de hojas doradas, y los caminos de carros ha-brán visto el desfile de aquella extrafia y melancólica procesión.
Acaso la campanita de la iglesia vecina, de torre esbelta, golpeó el badajo como un saludo alegre y metálico, tan resistente como las voluntades de aquellos donostiarras ejemplares para siempre.
Desperdigados luego con el correr de los años, descansan hoy en nuestro cementerio, juntos de nuevo como en los días de aflicción. El mausoleo está muy cerca de la entrada. En pie-dra están esculpidos sus nombres. Una lápida habla de gratitud, de varones egregios que levantaron la Ciudad de entre sus rui-nas, de unión y patriotismo, de un pueblo que bendice su me-moria.
Lápida que es eco de otra, clavada en la fachada principal de la casa de Zubieta, y que a través de palabras parecidas nos recuerda a aquella Junta y a sus asistentes, a quienes bendice co-mo a hijos que salvaron a su madre.
¿Habéis ido alguna vez a Zubieta? Acaso no. Y es lástima grande. Pedid a vuestros padres o maestros que os lleven. Co-nocedla, conoced también aquellos bellos parajes.
Con qué cuidado, sin hacer ruido, habéis entrado alguna vez en la habitación de vuestra madre enferma. Hacia aquel rostro querido, medio oculto en la oscuridad, se os han ido los ojos,
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