La epopeya nacional de la guerra de la Independencia termi-naba.
Hacía tiempo que las tropas de Napoleón no conocían victo-rias y su sestrella» se había eclipsado en Rusia y en España.
Las últimas batallas de la península contra el invasor van a librarse precisamente en Pamplona y en San Sebastián. Las con-secuencias de la nuestra fueron horribles.
El 28 de junio de 1813 asoman por los montes las avanzadillas de los aliados ingleses, portugueses y españoles. Son tres bata-Ilones guipuzcoanos que mandan Ugartemendía y Jáuregui (el de la calle). Nuestra desgracia fue que estos batallones fueron relevados, por razones militares, por tropas británicas y portu-guesas.
¡Qué alborozo entre los donostiarras! Quieren lanzarse a su encuentro y abrazarles. Pero el general Rey, que mandaba des-de pocos dias antes en la plaza, lo prohibe y cierra las puertas.
Los vecinos van a sufrir desde entonces un régimen severi-simo. Porque Rey sospecha de su obediencia e imaginando moti-nes en todas partes amenaza con la muerte a los que no entre-gan cuantas cuerdas, escaleras, picos, palas, azadones, herra-mientas de carpintería y armas tuvieran en sus casas. Hasta los espadines se les quitó. Tampoco les fue posible poner en seguro caudales, alhajas, muebles y efectos de comercio. Su oculta-ción era considerada un crimen. Estaba escrito que el holocausto tenía que ser total.
El Duque de Wellington, estratega obstinado, brillante en el despliegue de fuerzas e insuperable en la táctica defensiva, ha preparado personalmente el sitio. Asiduamente ha vigilado los trabajos y en la misma tarde del día 30 de agosto volvía a pri-mera línea. Sólo la necesidad ineludible de correrse hacia el frente de Pamplona le impidió dirigir el asalto. Lo sucedido más tarde ¿hubiera ocurrido en su presencia?
Pero para el ataque ha dejado órdenes concretisimas y mi-nuciosas a su general Sir Thomas Graham. Todo se ejecutará según sus instrucciones. Ya había quedado desechado por la poca seguridad que ofrecia el proyecto de desembarcar dos-cientos soldados en Urgull.
De nuevo estaban los donostiarras encerrados en sus mura-llas como en una trampa, preparados, como siempre, para lo peor. Un presentimiento angustioso les domina.
El general Rey refuerza la guarnición. Llega a poseer cuatro mil soldados. Con pregones ordena a la población, los días 25 y 31 de agosto, que quede en sus casas con puertas y ventanas cerradas. Y defiende la isla con 25 hombres y un oficial.
Un primer intento de toma lanzado por Graham fracasa. Ha empezado a batir a cañonazos el monasterio de San Barto-lomé. Destruido casi por completo y ocupada su altura, atacó la muralla entre el juego de pelota y la Zurriola, de frente y sin éxito. De nuevo aquel lienzo había resistido.
Anima su fracaso a los sitiados. Pero el general inglés, es-carmentado, traslada el grueso de sus tropas a los arenales de Ulia y dispone el ataque contra el muro de Zurriola, siempre la parte más débil de las fortificaciones. Ordena también una po tente batería de morteros en los arenales de San Francisco,
La última esperanza de salvación la alienta el mariscal Soult, brillante soldado de Napoleón, su discípulo preferido. Porque se dice que ha salido de Navarra con dirección a San Sebastián. ¿Llegará?
Fallida esta ilusión, el cerco se hace agotador. Wellington ha recibido informes de que no hay ya franceses en los alrede-dores de San Sebastián. Puede, pues, actuar con calma y se guridad.
Prepara Graham entonces su artilleria en Ulia. Atrinchera la infantería en San Francisco y en Ulía. Ya tiene calculadas las mareas del día 31 de agosto, que ha escogido como decisivo,
Fijaos que la artillería está lista para batir principalmente el frente de mar del Urumea. ¿Recordáis cómo lo vimos aquel mediodía desde el otro lado del puente? Qué lejos ya aquellas horas de paz y de felicidad.
¿Qué hicieron los donostiarras sin haber sacado lección del sitio del Duque de Berwick, que también atacó por este lado? ¿Por qué no se tuvo en cuenta que el río Urumea era vadeable en las bajas mareas, a través de sus dunas y sus médanos?
A las once de la mañana del 31 de agosto de 1813 los ingleses abandonan sus posiciones en Ulia y se lanzan al ataque. Sa-len los soldados de sus trincheras, bien armados, y se extien-den por los arenales como una mancha, con mil voces y co-lorines.
Ensordece el fuego artillero. Y se agrietan ya algunos pun-tos del muro de Zurriola. El Urumea está en la más intensa ba-jamar. Llueve torrencialmente.
En el Castillo, en la Ciudad entera, resuena como un trallazo el grito de Atención! ¡Ahi llegants. El fuego de fusileria y de cañón con que responden los sitiados es cerrado como la Iluvia y se centra en los cubos de Amézqueta y de Hornos y en la bateria de San Telmo, encima de ellos, en el monte. También el Hornabeque se mantiene firme y sus descargas causan enor mes daños en los asaltantes.
El Urumea empieza a teñirse y a templarse con la sangre Inglesa que la corriente, ya en la más extrema hajamar, lleva a alta mar...
A los caidos sustituyen más y más soldados. Se amontonan cadáveres sobre cadáveres, a centenares, a miles, y el polvo de las granadas al deshacer los muros, junto con la lluvia ince-sante, niebla los ojos e impide que veamos tamaña carnicería.
Los soldados avanzan a pesar de todo, penosamente, agacha-das las cabezas como si se protegieran de un huracán. Las ba-las silban en el aire como avispas.
El momento era crítico. La suerte se mostraba indecisa. Quizá entonces se escuchara por los médanos del Urumea el canto gozoso de la gaita escocesa, el instrumento que ha enar-decido como nada ni nadie el espíritu inglés en las grandes ba-tallas de su historia. No conocéis el episodio de un oficial in-glés, sitiado en Italia en 1944, que en situación gravisima para sus tropas pidió por radio a su Cuartel General ¡mándenme seis tanques o un gaiterols?
Cuando los cubos de Hornos y Amézqueta estaban ya defor-mados por el impacto de las granadas y llenaban con sus pie dras derrumbadas y desprendidas el cauce del Urumea, y cuan-do los soldados luchaban entre si cuerpo a cuerpo en la brecha abierta (donde está ahora el mercado, que por eso lleva tan histórico nombre) entre maldiciones, gruñidos y gritos mien-tras el terreno se disputaba metro a metro, una inesperada y terrible explosión de algún repuesto de granadas tras los trave-ses de la cortina, originada por un accidente o un descuido, atro-nó los aires, causando centenares de víctimas entre muertos y heridos.
Aquello produjo en los franceses unos segundos de descon-cierto y de pánico. Aturdidos, se retiraron monte arriba, como los gatos...
Los ingleses y los portugueses, forzadas las barricadas en lo alto del estrecho muro, envalentonados por el suceso, se lan-zaron en su persecución calles adentro, acogidos con gran cla-moreo. Par muy poco se les habían escapado los franceses que defendian el Hornabeque los más alejados, que habían hui-do hacia la rampa de Santa Teresa, temerosos de ver cortada su única retirada.
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