El 23 de junio de 1719 inicia una etapa decisiva en la vida de San Sebastián. Concluiria con el derribo de las murallas 150 años después aproximadamente.
La Ciudad va a sufrir desdicha tras desdicha ocasionadas por su carácter de fortaleza militar y por la importancia de su po-sición estratégica,
Por eso comprenderemos el júbilo de sus habitantes cuando, al fin, las murallas se deshagan.
El tratado de Utrecht pacificó no pocas guerras en el reinado de Felipe V de Borbón (1700-1724). Pero intrigas y malas volun-tades dispusieron de nuevo contra España a Austria, Saboya, In-glaterra y Francia.
Y claro, cuantas veces luchaban entre si Francia y España, San Sebastián sufría inmediatamente las consecuencias de las hostilidades.
Ya se acerca a San Sebastián, por Irún, Rentería y Oyarzun, el Duque de Berwick con una hueste invasora formidable: 66 batallones de infantería, 60 escuadrones de caballeria, 11 regi-mientos de Dragones, 1 batallón de artilleria, 25 ingenieros con varias compañías de minadores y el tren de batir. Son en total unos 35.000 hombres mandados por 17 mariscales de campo y 10 tenientes generales.
Les preparativos los realiza el Duque de Berwick lentamen-te. Nada ni nadie le apremia y espera acaso que la nerviosidad corroa la firmeza donostiarra.
Hay un suceso curioso: en un momento parece que el rey de España, Felipe V, viene en ayuda de la Ciudad con 15.000 hom-bres. Los sitiados respiran y otean las lejanias con el ansia de descubrir a sus salvadores.
Pero no, no va a haber salvación.
Todavía se ignoran los motivos por los que Felipe V, a sólo cinco leguas de San Sebastián, cambió de parecer y regresó ha-cia el Sur.
Desamparada por la Corona, la Provincia ayudó entonces a San Sebastián con grandes riesgos y sacrificios. Fue aquél un gran espectáculo de hermandad y unión guipuzcoanas.
Por el mar otros pueblos marineros le mandaron gabarras y sustento. Así lo hicieron Motrico, Deva, Zumaya, Guetaria, Za-rauz y Orio. Hacía falta mucho cuidado y cautela y aprovechar la noche, porque por las costas vigilaban sin cesar ingleses muy armados, y cualquier lucecita, cualquier voz, podían ser fatales.
Por su parte, Azpeitia, Azcoitia, Vergara, Cestona, Legaz-pia, Villabona, Villarreal y Lazcano le inyectaron la sangre de nuevas compañías de gente armada que se le metieron por las puertas.
El sitio permitió antes de iniciarse el asalto actos de eivis-mo. Por ejemplo, muchos papeles del archivo fueron enviados a Motrico y de alli siguieron hacia Aránzazu, salvándose de la destrucción.
Días después unos religiosos y sacerdotes, precedidos de un tambor, salieron de las murallas y rogaron a los sitiadores que no bombardeasen las iglesias. Fue acogida la petición. El Duque era hombre religioso y recto.
Mientras, el enemigo trabajaba incesantemente. Tendía puen-tes en las marismas, abria trincheras, disponía los cañones, ha-cia faginas y gabiones. Ya se veía que el grueso del ataque se concentraba contra el muro de Zurriola. Ya conocía el Duque lo débil de aquel lienzo.
Con horrible fuego se inició el ataque. Saltaban en mil pe-dazos las murallas y respondían con igual ímpetu los sitiados desde sus baluartes y sus cubos. Pero a cada hora que pasaba la desolación y la ruina era mayor en la Ciudad.
Desde Ayete, donde tenía su tienda, Berwick esperaba el resultado seguro del triunfo.
Y así fue.
No quedaban ya soldados en la guarnición. Resistir era una locura. Por otra parte el honor ya estaba a salvo.
Dos delegados-don Martín de Olózaga y don Pablo de Agui-rre, redactaron las bases de la capitulación. En ella se pedia al Duque que respetase los privilegios de la Ciudad, que vigila-ra calles e iglesias para evitar desórdenes y robos y que conce-diese libertad de movimiento a los donostiarras.
Magnánimamente fueron concedidas las solicitudes. La plaza se entregaba el 1 de agosto de 1719.
Pero faltaba el Castillo. La rendición no iba con él. Su guar-nición disparaba un fuego mortifero que alcanzaba tanto a los extranjeros como a los donostiarras.
Fueron días de pesadilla los cinco siguientes, en los que una ciudad rendida veía cómo los ocupantes no podian avanzar por la resistencia que desde la montaña se les ofrecia.
No se le podía minar. Ni cubrirse de su fuego, porque el te rreno era muy escarpado. Conquistarlo mandando soldados y soldados hubiera sido locura sangrienta e inútil.
Sin duda que Berwick pensaba ya rendirlo por hambre-con el consiguiente padecimiento de los donostiarras- y estudiaba la retirada de las tropas cuando un incendio destruyó los alma-cenes de los repuestos y el hospital con la botica, dejando des amparada la guarnición. Las pérdidas que el suceso produjo y el cansancio de la contienda movió a la rendición.
El 17 de agosto, alrededor de las dos de la tarde, fue visto al-go que no había ocurrido nunca: el ondear de una bandera blan-ca en nuestra fortaleza. Ese mismo día se entregó la isla de San-ta Clara con los mismos honores que el Castillo.
Para honor de aquellos defensores, los franceses no acaba-ban de creerlo cuando veían esto desde abajo, por el pánico que les inspiraba nuestro Castillo, una de las mejores fortalezas de Europa.
También honra a Berwick la circunstancia de que, rendida al fin la guarnición, se la trató con miramiento. Y admirados todos por la bravura de que dieron ejemplo, les fueron concedi-dos honores militares.
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