miércoles, 10 de diciembre de 2025

23.-SAN SEBASTIAN Y EL DUQUE


Hay un retrato de Wellington pintado por Lawrence que describe su persona acaso con un pequeño engaño... Veréis,

Observemos el cuadro con atención. ¿Qué nos sugiere?

Esos ojos que miran de frente, sin tortuosidades ni vacilacio-nes, ¿no son signo de nobleza? La frente ancha, despejada, ¿no os habla de inteligencia? Y los labios apretados, como si dien-tes y muelas chocaran entre si con violencia, ¿no son señal de decisión? También en esos brazos cruzados a la altura del pe-cho, ¿no veis indicios de resolución y firmeza?

El cuadro deja adivinar un gran corazón debajo de la gue-rrera de bocamangas de oro, cruzada por cordones, borlas y medallas.

Wellington podía decir, según los pinceles de Lawrence, que quien tiene corazón tiene todo.

Pero, ¿cómo se portó con nosotros Wellington?

Aquel hombre cubierto de gloria y recibido en todas partes como libertador de la tirania napoleónica era ante todo mili-tar, y en la pelea se conoce al soldado... sólo en la victoria se conoce al caballero.

Aquella Junta, a la que vimos abandonar la casa de Zubieta, se dirigió enseguida a Wellington.

Le expuso por escrito los males padecidos, que ya conocéis, diciendo generosamente que si nuevos sacrificios fuesen posi-bles o necesarios serian aceptados. Hablan de la esperanza de la reconstrucción y acaban refiriéndose a la triste situación de 1.500 familias pobres que andan errantes por pueblos y caseríos del País.

Tiene esta carta fecha 8 de septiembre de 1813, lo que quie-re decir que cualquiera de aquellos señores que hemos visto en Zubieta, como en un documental, la llevaba ya en el bolsillo fir-mada

Los comisionados donostiarras repiten el escrito a Welling-ton el 12, cuatro días después. Se les adivina afligidos por mil preocupaciones, situación más angustiosa por la imposibilidad de limpiar calles, derruir paredes, poner corrientes las fuentes; y por la carencia de socorros, medicinas y alimentos, y la fal-ta de albergues que podía solucionarse si se dejaba el convento de San Telmo y la iglesia de Santa Teresa para la tropa y al macenes, reservándose las iglesias, la cárcel y unas cuarenta ca-sas que quedaban, en parte derruidas, para uso del vecindario.

Al fin responde Wellington desde Lesaca el 15 de septiem-bre. Se da por enterado de las pérdidas, se duele de ellas y de las ruinas, las atribuye a la misma causa que ha producido otras muchas -nada habla del incendio causado por sus soldados-y que no es otra, a su juicio, que la invasión francesa, y dice que el bien general exigía el ataque y toma de la plaza, sin que los males causados disminuyan la satisfacción de su rendición.

Hasta aqui hablaba el militar. No tardaria en hacerlo el hombre.

De nuevo se dirigen los comisionados a Wellington el 15 de octubre, desde Usurbil, exponiéndole correctamente la grave situación, nada aliviada. Se acogen de nuevo a su protección y vuelven a pedir su ayuda..

Pero para entonces ya debía conocer el Duque la noticia de que el incendio fue provocado voluntariamente por los aliados, y algo sabía de las escenas que conocemos y de la vergüenza del saqueo y vil venta de los objetos robados a una multitud que concurrió al mercado público o feria que hubo en los alre-dedores de San Sebastián los primeros días de septiembre. Ima-ginese cómo habrá aumentado el dolor de los donostiarras al sa-ber que muebles y objetos particulares y queridos, salvados de las llamas, se vendian por cuatro perras a gentes extrañas y malas.

Wellington no dio crédito a estas noticias. Quiso liberar a sus tropas de semejante baldón muy fácilmente: negando lo que se decía, pero sin preocuparse de comprobarlo. Para él, obsesiona-do con derrotar a Napoleón y perderle, la destrucción de San Sebastián era algo muy secundario,

Y el hombre noble, decidido y resuelto del lienzo de Law-rence habló desde Vera el 2 de noviembre, secamente, declarán-dose de completa inutilidad para San Sebastián -¿no era él el generalisimo?-, repitiendo la necesidad del ataque y culpando una vez más a los franceses de la destrucción de la población.

La aspereza cede a la ira cuando califica de escritos infama-torios los que habían circulado sobre el incendio (se refería a los documentos que recogían declaraciones conservadas de testi-gos), atribuyéndolos a orden de sus oficiales.

Hace de esta cuestión algo tan delicado que entiende, egois-tamente, que no debe mezclarse en ella.

Y solicita que desde ahora no se le diga una palabra del asunto ni tenga que volver sobre él.

Vemos que ese corazón que creíamos escondido bajo la gue rrera de Wellington no se condolió de nuestra desgracia ni le hizo mover un dedo por socorrernos.

Los comisionados comprendieron que por aquel camino era inútil cualquier cosa. No podía esperarse una indemnización inglesa, lo que parecía justo porque el incendio y ruina de la Ciudad fueron ocasionados por tropas inglesas y portuguesas al mando de un general inglés.

Unicamente se mantuvo leal la Provincia, y más tarde la nación. Guipúzcoa, más que con una ayuda económica, apoyó moralmente a San Sebastián. También ella tenía necesidades urgentes, porque los mil zarpazos de la guerra habían herido nuestra verde geografia.

¿Sabéis qué es la ayuda moral? Pues mirad. Cuando vosotras o vosotros os acercáis en el recreo a esa compañera o a ese condiscipulo solitario, despreciado y mal comprendido incluso por sus profesores, por no se sabe cuántas razones, y le decís: -¿Quieres jugar conmigo?, eso es ayuda moral.

La ayuda económica es llevar dinero en el bolsillo y dárselo al niño que no lo tiene. O entregar el bocadillo, con papel y todo, al que creéis que pasa hambre.

San Sebastián oyó la voz limpia de la Provincia que le decía: -No estás sola; tu sufrimiento es nuestro, padecemos lo que tú padeces. Reiremos contigo cuando tú puedas reirs.

A solas, con su propio sacrificio, esfuerzo y heroismo, ca-Iladamente, inició la Ciudad a fines de 1813 la epopeya de su reconstrucción.

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