Ya es hora de que, aun con pena, salgamos de San Sebastián.
Para conocerlo todo debemos pasar unas horas en sus alre-dedores, en los campos que vimos desde la calle de Frente del Muelle, más allá de la bahía.
Pasemos, pues, por última vez por la calle del Cuartel, atra-vesemos la muralla por la Puerta de Tierra, despidamos al Cris-to de Paz y Paciencia y salgamos fuera del recinto fortificado.
Los montes, por el lado que miraban al mar, resultaban des-carnados, por efecto de la lluvia y el viento.
Pero en la vertiente interior eran frondosos y de majestuosos bosques. Ya sabemos por la primera parte del libro qué árbo-les y qué pájaros había.
Para hacer que la tierra diera mayores y mejores frutos, los caseros la mezclaban con cal, estiércol y unos restos salitrosos de broza que el mar arrojaba. Con ello adquiría el campo grosor y fertilidad extraordinarios. No resultaban inútiles las molestias de los carros que recogían las heces dentro de la villa, y cuya al-garabia os despertó aquella mañana.
Todos los labradores residian en sus tierras, en la soledad de sus caseríos, entre riscos. Ninguno vivia en la Ciudad. Asi tenian la ventaja de poder trabajar las heredades el día entero, escardando las huertas y cavando las viñas, sin perder tiempo en desplazamientos.
La tierra, verde y jugosa, enriquecida con tan buen abono, era agradecida. Y llenaba la Plaza Nueva con frutos magníficos.
Incluso para la simple vista resultaba atractiva, esmaltada de laureles rústicos, de fresales, morales, azucenas silvestres y jazmines. Recubierta también por la argoma, la espinosa plan-ta de flor amarilla.
En ocasiones la tierra parecía un jardin.
No faltaba el buen pasto, sobre todo el orégano silvestre. Y por eso con frecuencia se destacaban en los repechos grupos de corderos y de vacas.
Junto al caserio picoteaban las gallinas, tomaban el sol pe-rros y gatos, gruñían los cerdos y vivian en sus jaulas los cone-jos y en sus palomeras las palomas.
Y a su lado aparecian las figuras enhiestas y calientes de las metas, cama y alimento del ganado,
Eran muy variados los aperos agricolas. Se usaba el arado de madera con reja de hierro, curvado a semejanza de la cola del buey. Las prensas, que estrujaban las uvas. La falce, para la poda de árboles y vides. El escardillo, que entresacaba las malas yerbas de las buenas. La guadaña corta, parecida a un cu-chillo corvo, herramienta de largo mango necesaria para cor tar matorrales espesos. La sierrecilla, lámina dentada de hierro que tronchaba ramajes y árboles. El rastrillo para raer la tie-rra. El legón, que la levantaba. Y el rodillo-piedra de la for ma de la columna que la aprisionaba
Dentro del caserío qué bella rusticidad encontraríamos y qué blen nos hubieran recibido, qué sabor de leyenda lo inundaba todo.
En la cocina ardia el fuego bajo la chimenea, con pala, so-plete y morillos. Encima del tronco llameante hervia en la olla un caldo de olor apetitoso. A su lado, un garfio con que retirar la carne. Y más alejada, la boca del horno para cocer el pan. La «etxekoandres nos hubiera ofrecido de todo, sonriente y com-placida.
Sobre la mesa, el queso, el vino o el chacolí. Como silla, un banco largo, corrido al lado de la mesa. En las paredes, un tra-buco, una caña, útiles de pesca y, apoyadas contra la pared, un par de hachas, una hoz, una pala aventadora, bieldos y horqui-Ilas. Y haces de leña y paja para jergones.
En el granero, las provisiones y los forrajes. La carreta que los bueyes, uncidos, conducirán guiados por el boyero a través de atajos y caminos. Y el carrito que, tirado por el caballo, llevará diariamente a la Ciudad las más variadas provisiones (como hoy todavía podéis ver en nuestras calles).
La principal producción de aquellos campos era el vino, Ila-mado chacolí, cuyo consumo protegieron, entre otros, los Reyes Católicos al prohibir que entrasen otras bebidas hasta su total consumición
La más importante de las labranzas eran las viñas. A su la-do siempre reservaba el casero un rinconcito para la planta que cura. Y entre los frutales, los manzanos. Tal profusión de ellos había en los alrededores de San Sebastián que era de verse cuando florecian. Qué hermoso panorama se divisaria entonces desde el hornabeque, por ejemplo.
De la manzana se saca la sidra. Y la donostiarra tuvo siem-pre excelente fama por su buena calidad -frescura y sabor y por su abundancia. Los lagares de San Sebastián la mandaban como bebida a la Ciudad, a la Provincia y a los balleneros y pes-cadores de bacalao. Probablemente se daría así a conocer en puntos muy alejados de San Sebastián
A los caserios de las cercanias venian con frecuencia los do-nostiarras a beber sobre todo sidra, y a respirar y pasear. Era en-tonces muy frecuente tropezarse en el camino con el casero de largo cayado a la espalda, apoyados los brazos en sus dos extre mos, libres las manos.
Pero siempre habían de tener la preocupación de regresar a tiempo, porque si se retrasaban se exponian a encontrar las puertas cerradas, con la molestia de tener que dormir fuera de sus casas. La ciudad-cuartel, hosca y a y huraña, que era entonces San Sebastián no comprendía de solaces de sol y de paseos.
Además de viñas y manzanos los caseríos producían en abun-dancia maiz-con el que se hacía el pan, nabo y trigo, este último abastecido corrientemente por mar.
El trabajo arduo de la tierra, con sus grandes ciclos de la siembra, la escarda, la siega y la vendimia, daba su fruto. Todos los que vivian en el caserio aportaban su esfuerzo. Hombres, mujeres y nifios. Hasta el perro, que para que todos pudieran trabajar de dia vigilaba de noche. noche. Y el gato, que con los ojos semicerrados velaba a todas horas.
Frente al bloque de los comerciantes, esparcidos por la Villa, bien firmes; los marinos, con el emporio del puerto; y los propietarios bien situados, la economía y el bienestar de los ca-seros, casi siempre arrendatarios, nada tenía que envidiar.
Nosotros no podemos volver ya a esa Villa que contemplamos desde aquí encerrada en sus murallas y que conocimos guiados por un amable duendecillo.
Porque la tragedia se abalanza como un huracán sobre San Sebastián.
Conviene que veamos los sucesos de lejos, desde fuera, para que no nos ahogue el olor de la pólvora ni nos irrite los ojos el humo del fuego.
Al pasar por última vez por este camino herido por las ca-rretas, las herraduras de caballos y asnos y las pezuñas de vacas y burros, un espantapájaros parece que nos dice adiós con la punta deshilachada de su manga.
Es una forma de vida lo que acaba.
Como vuestra vida de niños y de estudiantes, que algún día os dará idéntico e irrevocable adiós.
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