En el centro de la Ciudad vemos en cualquiera de sus pla-nos un gran rectángulo.
Era la Plaza, el corazón de San Sebastián, donde su vida se hacia voces y movimiento, y su trabajo, mercado, compra y venta. Venía a ser como los comedores en nuestras casas, en los que toda la familia, al menos dos veces al día, se reúne, y char-la, y comenta... o discute.
En relación con el resto de la población, la Plaza estaba hun-dida. Con el inconveniente de que las aguas de lluvia corrían en su dirección y allí se remansaban.
Se llamaba Nueva en oposición a la Vieja, cercana a los cuar-teles, y en la que los soldados hacían la instrucción.
Todo lo que tenía de militar y hosca la Vieja lo tenía de ci-vil y simpática la Nueva.
Estaba situada en el mismo lugar que hoy ocupa la de la Constitución, más tarde del 18 de Julio. Tenía una largura de 37'12 metros, y una anchura de 36'80. La cerraban unas arca-das o soportales corridos de extremo a extremo, por cuyas con-junciones se le metían, llenandola de vida, carros, coches y ca-ballos.
Porque como en ella se celebraba el comercio diario era pun-to obligado de cita. Algo así como una Feria de Santo Tomás a lo grande y a diario.
Dar una vuelta por los soportales y otra po por la zona de luz era ver remos, cuerdas, áncoras y curvatones de la mejor ma-dera de los montes próximos. Y hasta banderolas para bajeles hechas con tintes resistentes al agua y al sol.
No faltaba tampoco, sobre rústicos tablados, dónde elegir entre armas de guerra y blancas, bien templadas. Y en los mis-mos soportales de las casas de la Plaza los franceses instalaban sus tiendas portátiles.
Los labradores podían comprar azadas y rastrillos hechos en las ferrerías que en número de nueve existían entonces en la jurisdicción de San Sebastián.
Las mujeres andaban con los ojos de un lado a otro, sin dar-les reposo, viendo telares, lienzos con maravillosas pinturas y adornos, labores manufacturadas y curtidos. Y medias de lana y seda, aderezos y sombreros. Cuántas piedrecillas también, traídas de Francia, brillaban maliciosamente en cualquier co-mercio de la Plaza. Y en la semipenumbra de los bajos qué va-riedad de mercancias.
Porque ¡qué bien vestian ya desde entonces las niñas, las muchachas y las mujeres donostiarras, expertas en entrar hasta el fondo de las tiendas, hacerse desdoblar las piezas, revolverlo y descomponerlo todo, sacarlas a lo claro, guiñarlas al sol y de-cidirse al fin siempre por lo mejor!
En la Plaza había también mercado de tortolas, gallinas, co-nejos, liebres y corderos.
Y la más preciosa variedad de flores, hortalizas y frutos,
El impetu comercial de San Sebastián se rompía contra esta Plaza como la ola se hace añicos en las rocas del Paseo Nuevo.
Habia entonces en San Sebastián diez mil habitantes-los siguientes comerciantes: sun escultor, un pintor, cuatro dorado-res y estofadores, cuatro maestros de obras, doce carpinteros, doce plateros uno de ellos de contraste, el otro de oro; un Impresor, dos librerps, cuatro médicos, diez cirujanos, tres bo-ticarios, cuatro herradores, dos guarnicioneros, tres carboneros, dos relojeros, tres caldereros, un latonero, diez herreros; dos cerrajeros y cuatro cuchilleros; ocho confiteros y cereros, cinco hojalateros o linterneros, seis tiendas de peluqueros, dos france-sas; un maestro de niños, doce toneleros, trece tejedores, más de sesenta sastres, otros tantos maestros de obra prima, muchas maestras de niñas que enseñan a leer, escribir y coser; dos pas-telerías, zapateros remendones, chocolateros que no tienen nú mero, cuarenta tabernas de vinos de Navarra y dos carnicerías de vaca y carneros.
Más sorpresas guarda la Plaza Nueva si pudiera contaros su historia dándola cuerda como a un reloj.
Vio morir toros estoqueados, novillos de rejones y caballos corneados mientras sus piedras se teñían de un rojo caliente.
Fue iluminada también por las mil chispas, con tremendos estampidos, del tradicional y alegre toro de fuego, «zezen-suz-koas.
Pero también acarició su suelo el pisar de las alpargatas de las siñudeako, de delantales blancos y endurecidos por el al-midón.
La pisoteó el buey ensogado que todos los domingos, desde San Sebastián hasta el miércoles de Ceniza, se soltaba para sa-tisfacción de los mayores. Entraba el animal en la Plaza Nue-va por la calle de Iñigo entre un concierto desaforado de voces y gritos.
Se corría un buey a la mañana. Dos al mediodía. Tres por la tarde. ¡Y todo parecía poco! Hay noticias de una «soka-muturras nocturna en 1570.
Durante las corridas, los balcones de sus cuatro fachadas eran entonces palcos que el Ayuntamiento alquilaba en parte, y cuya numeración se conserva.
Hacia 1810, los franceses que entonces mandaban en la Ciudad trajeron una moda y un gusto tan crueles como las corridas: las peleas entre toros y perros dogos. Espectáculo vio-lento y fiero, que afortunadamente no cuajó nunca entre los do-nostiarras.
De todo esto nos queda poco. El Ayuntamiento no está don-de estaba, ni el edificio sirve para el mismo fin. Ya es biblioteca deseosa de ojos devoradores de letras y páginas. Las casas tampoco son las mismas.
La población ha cambiado de centro de diversión y reunio nes. Por eso la Plaza, actualmente, es silenciosa y parece que pasa los dias con los ojos bajos.
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